Si bien las elecciones libres son la base de la democracia, tras ellas se esconde una perversa perturbación, contradicción de nuestra institucionalidad. La decisión de votar, que solo debería depender de las propuestas y perfil de los candidatos, es conducida por una impresionante y no contabilizada suma de dinero de algunos candidatos.
Los topes establecidos para cada una de las opciones de poder son un saludo a la bandera; las autoridades electorales fingen no saber cuánto gastan las campañas electorales pero en cada región, la gente tiene elementos fácticos para hacer cuentas de cuánto invierte cada candidato, en especial a las alcaldías y gobernaciones.
El tope establecido por el CNE para 2019 en ciudades como Valledupar y departamentos como el Cesar, es de $1.477.9 y $2.118.8 millones respectivamente, equivalente a las menudas empleadas en estas campañas.
En realidad, los gastos son 15 o 20 veces este tope. Casi todo el dinero invertido lo perciben las empresas audiovisuales y tipográficas; las migajas caen en manos de esa población profunda que no tiene empleo pero que ven en las elecciones un salvavidas transitorio. Esta es una burla a la ciudadanía; aquí opera el síndrome del ahogado, cualquier soga es bien venida.
Son inmensas las cuantías que circulan, ríos de dinero, todo en efectivo, de cuyo record no queda testimonio. Las campañas electorales se han constituido en el mecanismo más expedito para lavar dineros las distintas mafias que operan y manejan el país; por eso se gasta sin medida; lo que no nos cuesta, hagámoslo fiesta.
Nadie de su trabajo honrado expone en una campaña, los ahorros de su vida ni los de su familia. Y mientras más se gaste, mayores son las posibilidades de triunfar y cada vez son más abultadas las sumas de dinero invertidas. Según la MOE, en el 2015, en un 95%, ganaron las alcaldías y gobernaciones, quienes más invirtieron, no quienes mejores propuestas hicieron. A la par, también, cada vez son más grandes las partidas del presupuesto regional o local sustraídas del erario con la complicidad de todas las “ías”: el poder del dinero es capaz de tentar dignidades y cooptar todo tipo de reparo institucional.
En Colombia todo el mundo tiene su precio, solo hay que saber cuál es para negociarlo. Aún tenemos vivos los recuerdos de la campaña “Avanzar es posible” dónde un hombre estrato “1”, un buen gancho para la populachera, con sentimientos represados para edificar familia y con un discurso carismático y teologal, regalaba electrodomésticos durante la recolección de firmas; era un despliegue humillante para los candidatos parias.
Mercaderes de la política diría Jesús tan citado por tirios y troyanos. ¿De dónde salía tanto dinero para esta aventura? Nunca antes habíamos visto tanto despliegue financiero en este carnaval de emociones; eso nos hacía presumir que los compromisos contractuales con los financistas del proceso serían dolosos y dolorosos para el erario; y así fue. ¿Cómo opera una lavandería? A través de la contratación en proyectos inocuos, fantasiosos, innecesarios y costosos que permitan la recuperación de los dineros invertidos, con inconcebibles tasas de retorno, para legalizar lo que estaba debajo del colchón. Así se hace el blanqueo. Por supuesto, toda regla tiene su excepción pero esta debería ser la regla.