Hay un tiempo para todo: para reír, para llorar, para ser feliz, para estar triste. La vida, con su inagotable sabiduría, nos empuja a vivir cada uno de estos momentos como parte de un todo. Nos invita a aprender que en el sufrimiento también hay amor, que en la alegría también hay despedida, y que, en última instancia, lo único eterno es el recuerdo que dejamos en quienes amamos.
Perder a alguien que queremos es una de las lecciones más profundas que nos da la vida. Nos enfrenta a la verdad ineludible de que nada, absolutamente nada, nos pertenece. Ni los días soleados, ni las noches de risas, ni siquiera las personas que más amamos. Y aunque eso parezca desgarrador, también es lo que da sentido a cada instante, porque nos recuerda que debemos vivir con intensidad, con gratitud y con amor.
En estos días me ha tocado aprenderlo de nuevo. Mi abuela, la persona que me enseñó tanto sobre la vida, ha partido. Fue una mujer admirable, de esas que dejan huella solo con su presencia. Me enseñó la elegancia, no solo en su forma de vestir, sino en su forma de ser: en su dignidad, en su manera de enfrentar los retos, en su amor incondicional hacia sus hijos, nietos y amigas.
Incluso en los momentos más difíciles, como su lucha contra el cáncer, mi abuela buscaba la belleza en la vida. Encontraba alegría en los amaneceres, en las pequeñas conversaciones, en las manos que la acompañaban. Fue una mujer que nunca dejó de buscar razones para sonreír, aunque la vida la golpeara una y otra vez.
Y ahora, su partida me ha hecho reflexionar sobre lo que significa realmente perder a alguien. Al principio, la pérdida duele porque creemos que hemos sido despojados de algo que era nuestro. Pero con el tiempo, comprendemos que nada nos pertenece realmente, ni siquiera los seres queridos. Somos solo compañeros de viaje, compartiendo momentos que, aunque fugaces, son inmensamente valiosos.
Pienso en los elefantes, esos majestuosos animales que también sienten la pérdida. Cuando uno de los suyos muere, realizan rituales de despedida, se detienen a llorar y luego continúan su camino. Nosotros, los humanos, hacemos lo mismo, aunque a veces nos cuesta aceptar que debemos seguir. Nos aferramos a los recuerdos, a las cosas materiales, al dolor, como si eso pudiera traernos de vuelta a quien se ha ido. Pero la verdad es que el amor no está en lo que poseemos, sino en lo que compartimos.
La enseñanza más grande que me deja mi abuela es esta: vive el momento. Ama con todo tu corazón, sin reservas, porque no sabes cuánto tiempo tendrás para hacerlo. Y cuando llegue el momento de dejar ir, hazlo con gratitud, no con rencor. Porque el amor no se pierde con la muerte; se transforma, se multiplica en los recuerdos, en las historias que compartimos, en las lecciones que nos quedan.
Mi abuela vivirá siempre en mí, en mi familia, en cada persona que tuvo el privilegio de conocerla. Su amor, su fuerza, su bondad, son ahora parte de nosotros. Y aunque ya no pueda abrazarla, sé que su esencia sigue aquí, moldeando cada decisión, cada pensamiento, cada sonrisa.
La pérdida es inevitable, pero no tiene por qué ser solo dolorosa. Es también un recordatorio de lo hermoso y frágil que es todo lo que vivimos. Nada nos pertenece, ni siquiera la vida misma. Por eso, debemos vivirla con la certeza de que cada momento cuenta, de que el amor que damos y recibimos es lo único que realmente importa.
Si estás enfrentando una pérdida, recuerda esto: no estás solo. Y aunque el dolor sea profundo, con el tiempo aprenderás que la persona que has perdido nunca se va del todo. Vive en tus recuerdos, en tus enseñanzas, en tu manera de amar.
Porque al final, perder es aprender a valorar. Es entender que la vida no nos debe nada, pero nos lo da todo. Y que lo más grande que podemos hacer es vivir plenamente, sabiendo que cada instante es un regalo.
Gracias, abuela, por enseñarme esto. Por ser luz en mi vida. Por recordarme, incluso en tu partida, que lo único eterno es el amor.
Amén.
Por: Brenda Barbosa Arzuza
@bbarzuza