En una mañana cualquiera, bajo el sol inclemente de nuestra Costa Caribe, que derretía hasta las buenas intenciones, apareció en mi LinkedIn una oferta de trabajo que brillaba con el resplandor de mil promesas imposibles. Director de Operaciones en BITGET, Los Ángeles, con un salario tan estratosférico que haría sonrojar a un jeque árabe. A pesar de que todo olía a trampa, decidí seguirle el juego a esta historia que parecía escrita por García Márquez en sus días más delirantes.
La protagonista era Mina Lee, una ejecutiva cuya foto de perfil parecía salida de un catálogo de perfección digital, tan impecable que hasta las imperfecciones lucían photoshopeadas. Su inglés era tan perfecto como sospechoso, recordándome a esos vendedores de chance que de repente te hablan como Shakespeare.
Durante las conversaciones por WhatsApp –porque, aparentemente, así se hacen las entrevistas ejecutivas en estos tiempos modernos- Mina desplegó un repertorio de promesas que haría parecer modesto al político más mentiroso. Me ofreció desde un carro último modelo hasta una casa en Beverly Hills, mientras yo me preguntaba si también incluirían una estrella en el Paseo de la Fama.
Pero lo más perturbador fue la videollamada. Allí estaba Mina Lee, tan real y convincente que daba escalofríos. Su naturalidad al hablar, sus gestos y expresiones eran tan auténticos que, de no ser por las otras señales de alerta, cualquiera habría jurado que era una ejecutiva real de carne y hueso. Era la inteligencia artificial en su máxima expresión, tan perfecta que resultaba aterradora, un recordatorio escalofriante de que ya no podemos confiar ni en lo que ven nuestros propios ojos.
Mientras ella/ello/el algoritmo me hablaba de señales de ‘trading’ y oportunidades doradas, yo imaginaba al verdadero titiritero detrás de esta función digital: seguramente un tipo regordete en algún café internet de Guangzhou, limpiándose el sudor de la frente con una servilleta grasienta, sonriendo ante lo que él creía era su obra maestra del engaño. Lo que no sabía nuestro aspirante a Spielberg digital es que su película de ciencia ficción se había convertido en una comedia donde él era el verdadero estafado.
Las señales de alerta eran tan obvias como un elefante en una cristalería. El correo electrónico más falso que billete de tres mil pesos, la descripción del puesto más vaga que respuesta de político en campaña, y el proceso de entrevista más irregular que acordeón desafinado en parranda vallenata.
El golpe de gracia vino cuando mencionó el “entrenamiento” con costo incluido y las señales de trading con utilidad del 25 % diario, una historia tan realista como un pescador jurando que el pez se le escapó por grande.
Decidí denunciar el caso ante la FTC y LinkedIn, no sin antes guardar toda la evidencia de esta tragicomedia digital. Como decía mi abuela: “El diablo no es diablo por viejo, sino por las que ha visto”. Y en estos tiempos de inteligencia artificial y estafadores digitales, hasta el diablo tendría que actualizar sus tácticas.
Mientras escribo estas líneas, en algún lugar de nuestra Costa Caribe, otro incauto podría estar cayendo en las redes de otra Mina Lee, pensando que ha encontrado el trabajo de sus sueños, cuando en realidad está a punto de protagonizar su propia crónica de un engaño anunciado.
Por Hernán Restrepo