La exigencia, que no cede, por parte de quienes gritan la separación de funciones entre la Iglesia y el Estado, fue resuelta por Jesús Nazareno, cuando mandó a “dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Corriendo los tiempos, eso se desordenó, por unos y por otros. Hubo épocas en las que la política y la religión marchaban de la mano.
Las edades, moderna y contemporánea, le han apostado a un proceso de secularización, a veces agresivo. Pues si bien es cierto debe respetarse esa separación, no es menos evidente y necesario que ambos poderes, el secular y el religioso, deben obrar armónicamente, para el servicio de todos. Por tanto, ellos no deben ser excluyentes entre sí.
Aquella concepción originaria en Jesús fue seguida por San Pablo, de lo cual nos da cuenta el capítulo 13 de su carta a los Romanos, donde afirma “sométanse todos a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios, y las existentes, por Dios han sido constituidas”. San Pablo se refiere al origen causal de la autoridad, pero no a su concreción inmediata, que es obra de los hombres, ya que son estos, los dirigentes y obedientes, quienes deben organizar la sociedad humana, conforme a las normas con las cuales desean desarrollar la vida de los asociados.
Presumiéndose la responsabilidad de unos y otros, sin lo cual el Estado no puede cumplir su cometido.
Este, emanando mediatamente de los asociados, tiene el poder para hacer cumplir las normas, creando una organización que se llama administración de justicia, una de las ramas del poder público.
Según el pensamiento paulino, el Estado ha de cumplir fundamentalmente dos funciones: imponer el orden y establecer el derecho y la justicia. Logrados estos dos objetivos, los particulares deben esforzarse, libremente, por educarse y trabajar, pues “el que no trabaja no come”, anota él mismo, mediante la creación de las instituciones correspondientes. Es pues, un Estado que respeta la libre determinación de los asociados, en el que no cabe ningún autoritarismo, ni político ni religioso. Por tanto, las autoridades del Estado han de garantizar la libertad política y la libertad religiosa de todos. Es un Estado que tiene como fuente un orden racionalmente causal, concretado por los hombres, al servicio de todos ellos.
Continuando la idea de Pablo, quien se opone a la autoridad es un rebelde y los rebeldes deben ser sancionados. ¿Por quién? Por la justicia discernida por los jueces y magistrados, quienes no son de temer cuando se obra el bien. Esperándose que los habitantes se sometan a la ley no por temor, sino por conciencia, en pro del bien común.
Esa es la razón de ser del pago de los impuestos. Los ciudadanos pagan los tributos a cambio del orden y de la justicia, a que aspiran, con el fin de lograr la convivencia de todas las personas, que es la razón principal y última de su existencia.
Por otra parte, Pablo no sufre equívoco al estar convencido de que el Estado no sólo debe interesarse en la vida de la carne, sino también en la del Espíritu; recomienda pagar las deudas materiales, públicas y privadas, para no tener más deudas que las del mutuo amor; pues el que ama al prójimo ha cumplido la ley. En el Estado de Pablo no debe haber rivalidades ni envidias.
Pero actualmente el Estado de Pablo es reemplazado por un Estado gigantesco, un verdadero dragón. Un Estado legalista, pero en algunos lugares, ilegítimo; en el que el uso de la razón ha sido reemplazado por la politiquería o la fuerza.
Desde los montes de Pueblo Bello.