Por: Jose Gregorio
Estoy canso de decir que este sector del planeta tiene más historias que contar, que canciones que cantar. Las canciones han sido plasmadas en formatos diversos, mientras que las historias cada día que pasa zozobran, mueren inéditas en la mente del difunto que las sabía. No es ni mucho menos que un mundo multicolor y divertido, que fácilmente engrana en cualquier cultura y en cualquier idioma sin esfuerzo alguno de entendimiento; dentro de otro mundo a blanco y negro menos divertido que a diario les toca mal vivir al resto de habitantes del planeta que son miles de millones mal contados.
Los que quedan vivos con sus historias en sus mentes desgastadas por las horas de uso no tienen el afán de contarlas porque mal suponen ellos que a nadie le interesa, pues hasta obvio termina siendo, ya que nadie se las pregunta. Por estos días me contaba un amigo, que en Patillal existió un Quijote con su Dulcinea y su Rocinante, con sus amores imaginativos que lo llevaron a ser en algún momento la cuna humana de la felicidad; no encontró en la región mujer alguna para casarse, y cuando le atardecían los años, decidió entonces enamorarse de todas a la vez, y todas ellas fueron suyas en su idílico mundo.
Como también una mujer de cabellos cenizos que llegó a Valledupar, nadie supo su lugar de origen; solo se sabía de ella que tenía una mano suave para colocar inyecciones y era apetecida por los enfermos de la época (década del cincuenta); que vivió todo el tiempo al lado de Anita Larrazábal y hasta el día que falleció un lugareño ocurrente se le dio por preguntar: ¿bueno y de dónde era la señorita Ernestina? Supe de un hombre de campo, de estatura considerable, decente y dueño de un buen nombre; humilde pero honrado que cuando se embriagaba se transformaba en el mejor de los oradores y sus discursos duraban varios días sin repetir tema, ni necesidad de asesores; lo hermoso es que todo aquel que pasaba por su lado lo aplaudía para que no se sintiera solo; Rudecindo era su nombre. Lo conocí muchos años después cuando la oratoria se le había marchado junto con la salud, y solo recordaba retazos sueltos de sus días de sol a sol.
Cómo olvidar a un mortal que creía ser carro, y se varaba en plena calle del Cesar y no había poder humano que lo quitara. Un medio día vi a Ney Daza que iba en su Nissan Patrol verde manzana, y le pidió a su conductor que lo remolcara hasta la orilla del andén, y este con una vehemencia de mecánico diestro lo hizo con la mayor naturalidad del mundo. O el hombre que me reservo el nombre, de apellido Castilla, que se enamoró de una dama tan perdidamente, que al enterarse que era bruja, le escondió la escoba para que perdiera las malas costumbres de volar por las noches.
O aquel diciembre en que llegó a casa de “Maconcha” una niña llorando, pidiéndole a su vecino una tasa de azúcar para el café del velorio de su tía Mercedes Picassa que había muerto en la madrugada, y este lloró la ausencia de la difunta junto a la sobrina; y después que se marchó con su taza de azúcar nos pregunto a “Viva” y a mí que estábamos de testigos: “¿bueno, y quién era Mercedes Picassa? Es este el encanto de mi tierra, y las historias que el mundo convulso espera para sofocar su desasosiego, ¡ojo! No son solo canciones; se nos están fugando vivencias para el cielo, que el mundo las necesita.