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El elogio de la fealdad

A pesar de ser americanos, cuestiones históricas nos insertaron en aquello que se conoce como Occidente, cuyas características principales son la fuerte influencia de la fe judeocristiana y la imagen calcada del mundo griego tanto en la filosofía como en el arte.

Aún sin darnos cuenta, en nuestras reflexiones utilizamos categorías platónicas o aristotélicas, y en nuestros museos encontramos estatuas de Afrodita, de Apolo, de David o de Moisés que exhiben la belleza idealizada y materializada en el inmaculado mármol.

Los neoclásicos idealizaron a los griegos, tanto como los griegos idealizaron a la belleza o la perfección, la kalokagathía, término que se forma de la unión entre kalós (bello) y agathós (bueno). En el siglo IV a. C, Policleto realizó una estatua conocida como el Canon, en la que se encontraban todas las reglas de proporción ideal. Más tarde, Vitrubio dictó las proporciones corporales exactas, utilizando números fraccionarios encarnó la idea de belleza.

En su Historia de la Fealdad, Fernando Savater afirma que, a través de la historia, filósofos y artistas han intentado definir lo bello, lo bueno y lo verdadero. Por su parte, el mal, lo feo y lo falso se ha entendido siempre en contraposición de estos valores trascendentes de la civilización occidental.

Creo que todos estamos de acuerdo en que lo bello es armónico, fascinante, sublime, soberbio, bonito o gracioso mientras lo feo es repelente, grotesco, disforme. Voltaire escribió: “Preguntad a un sapo qué es la belleza, el ideal de lo bello, lo to kalón. Os responderá que la belleza la encarna la hembra de su especie, con sus hermosos ojos redondos que resaltan de su pequeña cabeza, boca ancha y aplastada, vientre amarillo y dorso oscuro”.

Es cierto, los modelos de belleza y fealdad son relativos y cambian a través del tiempo pero la belleza siempre nos deja sin aliento. Por ejemplo, aunque la Venus de Sandro Boticelli nunca hubiese sido llamada a hacer parte de los ángeles de Victoria´s Secret, es innegable que el cuadro provoca la admiración, atrae la mirada y exalta los sentidos.

Valledupar es un museo a cielo abierto. Los monumentos que adornan la ciudad podrían dividirse en grupos generacionales y haciendo un recorrido pormenorizado por cada uno de ellos, podemos reconstruir la historia del arte de la ciudad. En el grupo de la “primera y segunda generación”, encontramos representaciones imponentes como “la Revolución en Marcha” del maestro Arenas Betancur; “los Gallos de pelea” realizada por Elma Pignalosa en materiales como bronce, hierro y aluminio; el incomprendido “Pedazo de Acordeón” de la autoría de Gabriel Beltrán; “Homenaje al Viajero” elaborado por un grupo de estudiantes de la Escuela de Bellas Artes de Valledupar bajo la orientación de Edith Castro de Rodríguez; o “la Sirena de Hurtado” o “el Folclor Vallenato” que conocemos como “los Músicos” producto del talento de Jorge Maestre.

Hoy, en cada calle, rotonda, parque y esquina de Valledupar –incluso en un humedal- encontramos monumentos contemporáneos o de la “tercera generación” que parecen haber sido hechos con afán, sin estudios serios de anatomía y denotando una profunda ausencia de creatividad, lo digo porque en todas se ha usado la misma técnica y todas tienen el mismo color.

Sería irresponsable e injusto desconocer que en esta “tercera generación” existen monumentos realmente bellos como el de Leandro que es capaz de trasmitir la expresión de calma y sosiego de quienes, en medio de la tribulación, saben que Dios no les deja. En cambio otros simplemente son el elogio de la fealdad.

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Carlos Liñan Pitre: