Hace años en los pueblos y en el viejo Valledupar, un velorio era una reunión de sentimientos disímiles. Se realizaban en las casas, y las señoras se situaban en donde estaba el féretro y acompañaban con oraciones o lagrimeos a los dolientes; los señores, en los patios o prácticamente cerraban las calles, se dedicaban a tratar sobre política, mujeres y grupos más profanadores se tomaban unos tragos y contaban chistes hasta cuando duraba el velatorio. Todavía en muchos pueblecitos se conserva la costumbre.
El mundo gira, se cambian las usanzas y, en el tema que trato, aparecieron las funerarias, todas equipadas con unas salitas adicionales para el que quiera conversar de algo que no está a tono con el momento de tristeza; pero no funcionan así, porque ir a un tanatorio a dar un pésame es encontrarse con una algarabía insoportable, no se respeta la majestad de la muerte, ni el dolor de los deudos. A cada rato se escucha a alguien desesperado que hace el famoso ruido sshhhii, para que se callen, aminora unos segundos el runrún, y aparece con más fuerza.
En uno de esos velorios me senté con una amiga, me dijo, como desesperada, ¡qué bulla!, y nos dedicamos a escuchar de qué se hablaba, parecía un enjambre de abejas que hacían piruetas por los rincones, tomaban fuerza y se desplegaban por todo el salón, de pronto la conversación de las señoras que teníamos cerca se hizo clara: “Bonita la blusa de fulana; ah sí, ella hace poco estuvo en Miami quizás la trajo de allá; está para copiarla; pero esas telas no se encuentran aquí”; otro retazo de charla vino de otro lugar del recinto “Oye, cómo está fulano; mal, se lo van a llevar para Barranquilla; la última vez que lo vi estaba pálido; quién es esa que entró, ni idea, debe ser amiga de la familia; en el Valle si hay gente rara se encuentra uno con caras que nunca ha visto; ajá”. Más allá, una experta tenía embobada a un grupo al que le contaba todo el proceso de la enfermedad del difunto que velábamos; en fin se mezclaban comentarios de modas, una cierta crítica medio soterrada, cuentos, tacones altos, perfumes, el peluquero que viene de Barranquilla y cobra doscientos por un corte de pelo, las uñas que están de moda, celulares que suenan; todos esos temas de nosotras las mujeres se vuelven un amasijo que no tiene nada que ver con lo que fuimos a hacer a la funeraria.
Todo el grupo que estaba allí era de mujeres elegantes, pero se les olvidó que la elegancia se muestra de diferentes maneras, según el sitio donde nos encontremos: el silencio respetuoso ante el muerto o la muerta, que fueron amigos, y con los familiares es la prueba más fehaciente del pesar que se siente; si es preciso se ha de hablar en susurro, lo necesario.