Por: Julio Mario Celedón Sánchez
Uno de los aspectos que más he admirado de nuestras ancestrales culturas indígenas es su tradición oral, ellos así es que se mantienen vigentes, así trascienden sus creencias y su cultura, los viejos de las tribus le cuentan a sus jóvenes y niños historias, algunas tan antiguas que se remontan no solo a sus orígenes sino a los del universo, en la antigüedad se sentaban al pie de una fogata toda la aldea y los viejos contaban sus sabias narraciones, sus mitos, sus fábulas.
Nosotros en parte heredamos ese hábito, claro está que no nos sentamos en el piso ni mucho menos prendemos hogueras, primero porque ya hay luz eléctrica y segundo porque con este clima no se justifica generar más calor. Hasta hace poco los vallenatos teníamos la sana costumbre de sentarnos en las terrazas de nuestras casas, sea en taburetes, mecedoras, sillas rimax, o cualquier asiento, con nuestros familiares o con los vecinos y amigos, para tertuliar sobre los acontecimientos del día, para hablar sobre política, ganadería y agricultura y temas generales.
Los hombres hablábamos que fulanito está vendiendo unas hectáreas de tierra, que bajó el precio de la leche, que el domingo hay que salir a votar temprano, que Santos la tiene dura con la ola verde, etc., etc., y las mujeres para hablar de sus asuntos, de moda, farándula, contarse las novelas del momento y chismosear (algunas), que Naiduth está diseñando espectacular, que el ‘baby shower’ quedó buenísimo, que en la Olímpica hay descuentos de frutas y verduras etc.
Lo cierto es que esa costumbre hoy está casi extinta, a mis paisanos les da miedo sentarse en la terraza de su propia casa, desde que la guerrilla comenzó a llevarse la gente de las puertas de sus hogares, así no fueran adinerados (muchos tuvieron que pedir prestado para pagar secuestros) los vallenatos comenzamos a recogernos, con el tiempo la gente tímidamente empezó nuevamente a salir a sentarse a sus terrazas para conversar, pero luego aparecieron los misteriosos motorizados que revolver en mano despojaban a los contertulios de sus pertenencias y entonces la gente se enclaustro en sus casas para no salir más a dialogar a la puerta de la calle. Hoy sobreviven muy pocas tertulias, la de la plaza donde Romoca y las improvisadas bajo el palo e’ mango que no bajan una línea, una que hacen por las tardes en el parquecito de la Iglesia de la Natividad, y otras pocas a lo largo y ancho de nuestra ciudad, algunas otras como la de las mañanas en la casa de Don Cesar Gómez ya se acabaron.
Lo más preocupante es que con la llegada del ‘bendito’ blackberry, no solo se acabaron las tertulias, sino que nuestro idioma está en peligro de extinción, por la sencilla razón de que como podrán notar ya la gente ni habla, me refiero al sabroso ejercicio de usar nuestras cuerdas vocales, para pronunciar o emitir palabras con la única finalidad de comunicarnos y de establecer contacto con nuestros congéneres, ahora solo se comunican a través de estos ‘bichos’, lo grave del asunto es la ortografía con que escriben los mensajes, pues se ha vuelto casi obligatorio que para ahorrar tiempo se abrevien las palabras, lo cual le está causando un perjuicio enorme a nuestra bella lengua castellana. Tan sabroso que era tomarnos un descanso y conversar, dialogar o echar cháchara, como dicen los cachacos, dejemos a un lado el estrés, salgamos de la rutina, visitemos a nuestro viejos amigos e incluso pongámosle tema de conversación a la gente, saludemos cordialmente al vecino que por el afán ignoramos, para eso Dios nos hizo seres sociales, para eso nos legó el don de la palabra.
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