Con la imposición de la ceniza iniciamos un nuevo tiempo dentro del año litúrgico. Durante estos cuarenta días (Cuaresma) que anteceden a la Semana Santa se nos insiste en la necesidad de “enderezar nuestros caminos” para celebrar, con un corazón puro, la más grande de las fiestas: La Resurrección de Jesucristo. Dios mismo pone en nuestras manos tres poderosas armas para combatir bien “el combate de la fe”: El ayuno, la oración y la limosna… Usémoslas a discreción.
En el Evangelio que se proclama en la misa de este domingo (Marcos 9, 2-10) se nos narra la escena de la Transfiguración de Jesús. Acerquémonos al relato y descubramos en él las Palabras de Vida Eterna que Dios nos dirige hoy.
Jesús acaba de hacer un anuncio que dejará fríos a los suyos: “El Hijo del Hombre debe sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, morir en una cruz…” La fe de los discípulos tambalea y Pedro, que antes le había confesado como el ungido de Dios, se gana ahora una fuerte reprimenda por querer apartarlo de ese camino… Pero no todo termina allí, Jesús será mucho más enfático al precisar a continuación que para ser su discípulo hay condiciones: renunciarse a sí mismo, cargar cada día con la propia cruz y caminar detrás de él.
El panorama es gris: lejos de aquella idea del Mesías triunfalista que cambia el orden político y libera de la opresión romana o de aquella otra idea del mesías carismático que efectúa curaciones extraordinarias y lanza por doquier discursos conmovedores, se presenta ante los ojos de los discípulos la imagen de un Mesías que no piensa como los hombres, un Mesías que nos traerá una paz muchísimo más grande que la ausencia de guerras y un bienestar mucho mayor que la ausencia de dolencias físicas, un Mesías que abrirá para el ser humano las puertas del cielo y que para ello abrazará la cruz y ofrecerá su dolor como prueba de que “nadie tiene amor más grande que quien da la vida por sus amigos”.
En este domingo se nos invita a tener presente, en medio de nuestros sufrimientos y de las dificultades de la vida, que no estamos solos, que no puede estar lejos de nosotros quien tanto nos ama, quien por nosotros y con nosotros ha padecido, que somos importantes para Dios, que nuestros dolores no le son indiferentes y que su presencia amorosa siempre está a nuestro lado, aunque nosotros no siempre hayamos estado al lado suyo. Eso es lo verdaderamente importante: estar siempre con Jesús, en cualquier parte, y verle detrás de las circunstancias en que nos hallamos. Si estamos con Él, es igual que nos encontremos en medio de los mayores consuelos del mundo, o en la cama de un hospital entre dolores indecibles. Lo que importa es sólo eso: verle y vivir siempre con Él. ¡Ese si es un acto de fe! Feliz domingo.