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El dilema del problema fiscal de Colombia

Cuando ya entramos en la recta final de la campaña presidencial, a sólo tres días de la primera vuelta, los candidatos se han referido, así sea de manera tangencial, al principal problema que le tocará lidiar en la agenda económica a quien resulte ganador y deba asumir el gobierno el próximo 7 de agosto: el problema fiscal, es decir las limitaciones en el manejo de las finanzas públicas.
A pesar de ser un tema que toca y afecta a todo el mundo, en Colombia siempre se ha rodeado el tema fiscal, es decir el manejo de las finanzas públicas, de una aureola de tecnicismos y jerga económica especializada; pero, en el fondo, el tema es más sencillo de lo que parece a primera vista: se llama déficit fiscal y significa que el Estado gasta más de lo que recibe por ingresos.
El problema es viejo y viene desde la Constitución de 1991, cuando el país, a través de ese contrato social, adoptó un modelo de Estado de bienestar, es decir con más garantías en materia económica y social para sus asociados, en comparación con la Constitución de 1886. Ahí están el derecho a la salud, a la educación, a  una vivienda digna, entre otros, sin tener en cuenta que esas nuevas obligaciones requieren una fuente sana de financiación y la única fuente segura de recursos del Estado colombiano, son los impuestos, fundamentalmente.
El problema persistió, por distintas razones económicas y políticas, durante las administraciones de César Gaviria Trujillo y Ernesto Samper Pizano; a pesar de muchos anuncios, no se hizo el ajuste económico que el Estado requería.
Y durante el gobierno de Andrés Pastrana Arango, dígase lo que se diga, sus dos ministros de Hacienda, Juan Camilo Restrepo Salazar y Juan Manuel Santos Calderón, demostraron sus conocimientos y habilidad en el manejo de la hacienda pública para sortear la crisis que vivió el país a finales de los noventa y que ha sido considerada la más grave en costos económicos en toda su historia.
Con la llegada de Álvaro Uribe Vélez al gobierno (principalmente durante su primera administración), el país experimentó un periodo de buen crecimiento económico y era el momento oportuno para hacer ese ajuste en las finanzas públicas. La verdad es que el gobierno fue sordo a las sugerencias de distintos economistas de distintas vertientes políticas y a los argumentos técnicos y reposados del entonces Contralor General de la República, el destacado economista, Antonio Hernández Gamarra, quien insistió hasta el cansancio en la necesidad de hacer un gran acuerdo fiscal de mediano y largo plazo e iniciar un proceso de ajuste serio.
Por el contrario, durante el gobierno del Presidente Uribe se acudió a los estímulos tributarios, con exenciones y otras gabelas para lograr la denominada confianza inversionista. En el segundo periodo de gobierno, quizás por razones políticas, el tema se aplazó y se quedó en las gavetas del escritorio del Ministro de Hacienda, Oscar Iván Zuluaga, así este diga en cuanto foro económico asiste que se ha hecho ajuste fiscal, no ha habido tal.
La realidad, monda y lironda, es que al próximo gobierno encontrará muchas restricciones en las finanzas públicas y tendrá que asumir chicharrones grandes como el tema de las pensiones, incluyendo las de los entes territoriales, y el tema de la salud, entre otros, que configuran un panorama nada halagador que sólo podrá conducir a dos caminos: a un aumento en los impuestos a las empresas y familias o una drástica reducción del gasto público del gobierno nacional. Ese es el dilema.
En la actualidad el déficit fiscal se estima cercano al 3,4% del Producto Interno Bruto (PIB), en valores absolutos es una cifra superior a los quince billones de pesos. Es decir, es cruda y dura esa realidad de las finanzas del Estado. Ante ello, algunos candidatos, como Vargas Lleras, Rafael Pardo, Gustavo Petro y Antanas Mockus, consideran que la opción es subir los impuestos, incluyendo eliminar las exenciones que ya no tienen justificación económica.
Por el contrario, Juan Manuel Santos, considera que en medio de una economía que apenas se está recuperando no sería conveniente una nueva reforma tributaria. Noemí Sanín tiene una tesis similar; no obstante, esas son opiniones de campaña, todas respetables por cierto, pero la realidad, que es tozuda, puede hacer ineludible una combinación de aumento de impuestos y reducción y racionalización del gasto público. El debate apenas comienza y un buen abrebocas del mismo lo ha planteado Fedesarrollo, uno de los centros de pensamiento más importantes del país, con un interesante trabajo liderado por el exministro de Hacienda, Guillermo Perry Rubio.
Pero todo indica que – tarde o temprano- ese “chicharrón” de las finanzas públicas terminará por afectar, en mayor o menor medida, a la gran mayoría de empresas y familias colombianas, que por lo menos esperan una administración pública transparente en la inversión de esos recursos y una lucha frontal contra la corrupción que siempre persiste sobre los mismos.

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