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El cuerpo y la sangre de un Dios

Las palabras que pronunció Jesús en la Última Cena, y que se repiten cada vez que se renueva el sacrificio eucarístico, resuenan con una singular potencia evocadora hoy, solemnidad del Corpus Christi. Nos llevan espiritualmente al Cenáculo, nos hacen revivir el clima espiritual de aquella noche cuando, al celebrar la Pascua con los suyos, el Señor, en el misterio, anticipó el sacrificio que se consumaría al siguiente día siguiente sobre la cruz.

Si nosotros pudiéramos siquiera imaginarnos lo que es la Eucaristía: ¡El pan y el vino que colocamos sobre el altar se convierten en el cuerpo y la sangre de Jesús! El mismo cuerpo que fue colgado en la cruz, la misma sangre que fue derramada por nosotros se hacen presente cada vez que celebramos la Misa y, por labios del sacerdote, y a través de sus manos, se nos vuelve a entregar el Señor.

Hoy más que nunca debe movernos un profundo sentido de admiración frente al misterio, no podemos acostumbrarnos a lo sagrado y dejar que la rutina opaque el asombro que debe causarnos lo inenarrable. Jesucristo, palabra eterna del Padre, aquél que ni siquiera el cielo puede contener, se ha quedado con nosotros todos los días hasta el fin del mundo en el Misterio de nuestra fe.

Sacramento de fe, sacramento del amor… El Señor sabe que el camino es superior a nuestras fuerzas, que a veces somos aplastados por el peso de los problemas de la vida, que no podemos por nuestras propias fuerzas amarle a él sobre todas las cosas y a nuestro prójimo por amor suyo, y entonces, profundamente compadecido, nos entrega no cualquier alimento, sino el manjar que contiene en sí todo deleite: ¡Su cuerpo y su sangre!

Acerquémonos al altar de la Eucaristía con una intención recta y un corazón sincero, con profunda humildad y total dependencia de nuestro Dios y susurremos a su oído la bella oración que ha movido tantos corazones y voluntades a lo largo de la historia: “¡Oh Jesús sacramentado, mi dulce amor y consuelo, quién te amara tanto que de amor muriera!” Renovemos hoy nuestra fe quizás aletargada por la rutina, despertemos de nuestro sueño y acudamos con alegría al punto eclesial en el que se juntan el cielo y la tierra: La Eucaristía.

Nadie piense infantilmente que experimentará sensaciones fantásticas y desconocidas frente al altar. Es verdad que Dios concede a ciertas personas dones extraños y sublimes, pero normalmente las manifestaciones divinas son hechas en medio de la cotidianidad, con los elementos y situaciones más comunes. Simplemente hacen falta ojos de fe para observar, como quien frente a un hombre que levanta en sus manos un trozo de pan ve a Jesús mismo que se le ofrece como alimento.

Vivamos de este sacramento y creamos aunque nuestros sentidos no nos ayuden a ello, o aunque abiertamente nos impulsen a no hacerlo, creamos por la sola fuerza de la fe, ya que quien dijo un día “Esto es mi cuerpo… ésta es mi sangre” fue el mismo Jesucristo y Él, que es la Verdad, no puede decir mentiras.

Por Marlon Javier Domínguez

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