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El cortocircuito

Es muy preocupante. Ya no se trata solo de la pérdida acelerada de popularidad del presidente Santos, que ha tenido niveles en general bajos durante todo su gobierno. De lo que se trata ahora es de la erosión lenta, pero sostenida, de la gobernabilidad y de un creciente pesimismo y escepticismo. Un escenario que difícilmente estaba en las cuentas de cualquier analista sensato hasta hace poco. Con un presidente al que se le han acumulado los problemas, al punto de que ya lo desbordan. Que se obsesionó y apostó todo su capital político a la paz hasta volverse monotemático, pero cuyas negociaciones se han prolongado hasta afectar la agenda de otras áreas fundamentales del Estado como la económica o la agrícola. Es alarmante no porque a Santos en sí le vaya mal o sus posibilidades de pasar a la posteridad como un buen gobernante se esfumen.

No. La inquietud surge por las dañinas repercusiones que tiene para el país. Es lo que se pudiera anticipar como el continuismo conflictivo para los próximos dos años. Allí cabe de todo. Desde el debilitamiento del poder presidencial porque ya ni la secretaria le lleva el tinto, pasando por la exigencia desmedida de mermelada, la dificultad para construir consensos —léase la incertidumbre para pasar la reforma tributaria—, hasta el nocivo anticipo de la campaña presidencial. Es decir, un gobierno cada vez más fracturado por las peleas, entre otras, del expresidente César Gaviria y el vicepresidente Germán Vargas Lleras, y porque cualquier ministro o senador, sin más lustre que el dispensado durante el gobierno Santos, se crea candidato presidencial en ciernes en virtud de una zalamería burocrática. En otras palabras, la autoridad corre el riesgo de caer en medio del arroyo.

Si bien Santos ha sido algo de malas porque se le juntaron la baja del precio del petróleo, el fenómeno de El Niño y el incendio de la central hidroeléctrica de Guatapé, el otro cortocircuito, el que a diario se produce en el Palacio de Nariño, no solo parece no inmutarlo, sino propiciarlo con su estilo personal de gobernar. Un estilo al que, aunque demócrata y tolerante, no le gusta untarse de los problemas más abajo de cierto nivel, que no escucha, no comunica bien nada y desestima la importancia de tener verdaderos asesores políticos.

No de otro modo puede entenderse que Santos se sentara a manteles la semana pasada con 35 dirigentes sindicales, de organizaciones sociales y agrarias, pero antes que proponerles negociar su pliego de peticiones, lo que se le ocurrió fue hablarles toda la noche de paz y decirles que hicieran el paro.

El resultado es que después de 17 años del último paro cívico nacional, iniciado el 31 de agosto de 1999, al Presidente le medirán el aceite el próximo 17 de marzo con un nuevo paro nacional convocado por la CGT y acogido por la CUT, la CTC, la Confederación Democrática de Pensionados y la Asociación de Pensionados de Colombia, y quién sabe cuántos más se sumarán. Un verdadero desafío para Santos porque de salir airosos el clima de conflictividad social se puede agudizar, ese que tanto le gusta a las Farc y a todos los extremistas. El presidente Santos tiene que entender que la firma de la paz con las Farc no va a ser el terremoto político que espera porque cada vez su potencial impacto está más desgastado, y que tiene que comenzar a gobernar y a tomar el toro por los cuernos a partir de un profundo remezón ministerial. Y es que no tendría sentido tanto esfuerzo por firmar la paz, pero terminar como un presidente absolutamente debilitado.

Por Jhon Mario González

 

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