Acabo de leer dos libros, ambos publicados por pequeñas editoriales, que existen en ciudades intermedias de Colombia. El tamaño es lo de menos, el reparo está en lo poco que les interesa que el libro salga de la impresión sin errores de edición (corrección de textos). Vale recordar que, en la década del setenta del siglo anterior, Colcultura y Salvat sacaron sendas colecciones de libros a bajo costo ($5 y $12 pesos, respectivamente). Eran obras de autores nacionales y clásicos universales. Las dos colecciones coincidían en una cosa: la edición impecable; era preciso ser un Argos (cien ojos) para hallar errores de puntuación u ortografía en esos libros. Virtudes estas que hacen parte de la estética y la ética de una obra.
Esa novedad trajo a mi memoria el artículo ‘El corrector, un incorregible’, del escritor Felipe González Toledo (Bogotá, 1911-1991), columnista de El Espectador, en su obra «Trece crónicas», edición de Colcultura (1974). De cuando el periodismo era ‘el oficio más hermoso del mundo’. Sumo a la introducción, una crítica amable a las ‘pequeñas editoriales’: una buena edición es también un mensaje de respeto a los lectores.
Este oficio quizá sea hermoso, pero el de corrector era el más ignorado y solitario del mundo: «Duro oficio es este de corregir pruebas. Duro e ingrato. Agotador y monótono». Seguramente por eso hoy son una especie en extinción. Porque se necesita alma de mártir para hacer ese oficio, conforme lo exige la ética y lo describe Felipe González: «Cargado de espaldas por su eterna inclinación sobre la mesa, cubierta de tiras y originales, neutralizaba su miopía con gruesísimos anteojos». Se refiere el cronista a José Rodrigo Pinzón, quien durante 35 años fungió de corrector en la sección de pruebas de El Espectador.
Hay una atmósfera triste en esta crónica, pero el periodista la torna agradable y útil con el humor espontáneo que orea el estilo. Agradable es el lenguaje que soporta el tema, y muy útiles las enseñanzas que nos heredaron los abnegados correctores; en efecto, por sus manos pasaban «errores de ortografía, errores de distracción, palabras unidas, palabras partidas, puntuación equivocada, tildes omitidas o mal puestas, líneas trocadas, etc.». Y González nos recuerda una palabra que hoy reposa en el museo del periodismo, ‘galera’, equivalente a «una columna de periódico, impresa en una tira de papel, y en los márgenes de la tira se corrigen los errores». Esta breve descripción permite inferir el celo de los periódicos en aquellos tiempos, a fin de que el diario llegara a las manos del lector con el mayor decoro posible.
Un ‘ortodoxo de la ortografía’ era José Rodrigo Pinzón: «…por ningún motivo acepta una Helena con hache, y rechaza un Zamudio con zeta en lugar de ese; la repelencia del ‘que galicado’ llega a producirle daño físico y a echarle a perder la digestión». No obstante, Rodrigo Pinzón no fue la excepción en el escape de una liebre, ¡y qué liebre!; en cierta ocasión una involuntaria omisión casi lo involucra en un lío judicial. Ocurrió que, según tal declaración, «el doctor García Ramírez “acataría” tal o cual acuerdo, pero en el periódico apareció “atacaría”».
La presencia en Colombia de jugadores y técnicos argentinos vino también con la jerga del fútbol, y fue causa de sufrimiento para José Rodrigo, pues no pudo asimilar aquello de ‘hinchada’ o ‘fanaticada’, y gritaba: ¡Qué barbarismo! Fortuna, la del altruista José, que no vivió para escuchar o ver escrita la prolífica barbarie de nuestros días. Su muerte fue más bien la de un santo: «Se fue al consultorio médico, y cuando esperaba su turno de consulta, seguramente rumiando su vida monótona, resignada y útil, la muerte lo tomó de su mano». Y murió en ‘olor de corrección’.