La encarnación del Hijo de Dios no puede limitarse solamente al hecho de que el Verbo eterno asumió la naturaleza humana y se metió en nuestra historia y nuestro tiempo. Es preciso reconocer como elementos de este misterio, el hecho de que Jesús asumiera no sólo todo lo que es propio de la humanidad en general, sino también las expresiones culturales, religiosas y hasta folclóricas del espacio geográfico y el momento histórico en el que vivió. Así, pues, en los relatos bíblicos vemos a Jesús participando de las fiestas y comidas como lo hacían los judíos de su tiempo, yendo al templo y a la sinagoga como era costumbre de sus coterráneos, usando la ropa que la mayoría solía usar y utilizando en sus discursos palabras y comparaciones con las que todos estaban familiarizados, de tal manera que su mensaje fuese entendido.
Las parábolas no son otra cosa sino el intento del Maestro por “aterrizar” su mensaje, por hablar en el mismo lenguaje de sus oyentes. Cuando entre su audiencia había gran cantidad de agricultores, propuso la parábola del sembrador, o del trigo y la cizaña; cuando sus oyentes eran pescadores, les contó la parábola de los peces que son sacados del agua en la red; cuando hablaba con los fariseos y legistas y debía explicar la ley del levirato, recurrió a la parábola de la mujer que se casó siete veces, en fin. No me cabe la menor duda de que si Jesús se hubiera encarnado entre los chibchas les habría contado parábolas con el maíz o con la chicha.
De eso se trata la encarnación: Dios se hace nuestro compañero de camino, vive nuestra cotidianidad, trabaja a nuestro lado, suda y se cansa con nosotros y nos da con ello un hermoso ejemplo de lo que deberíamos nosotros hacer: “reír con el que ríe, llorar con el que llora y compartir con nuestros semejantes lo bueno y lo no tan bueno de la vida”.
En el evangelio que se lee en la Misa de hoy Jesús hace una declaración que nos muestra lo anteriormente dicho. En la gastronomía judía tenía gran importancia el pan, hacía parte de la dieta diaria, todos lo comían, hasta tal punto que decir “pan” equivalía a decir “comida”. El Maestro echa mano de esta realidad y suelta su afirmación: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo”. Si sus oyentes hubieran sido samarios, tal vez habría dicho algo así como “Yo soy el cayeye vivo bajado del cielo”.
Lo verdaderamente importante, dejando de lado a los inquisidores que criticarán mi comparación y me mandarán por sacrílego a uno de los círculos del infierno descritos por Dante, es que Jesús se da a sí mismo el apelativo de alimento. Es preciso comer de él, alimentarse de él y descubrir que, así como no podemos vivir sin la comida, tampoco nos es posible vivir separados de Dios. Me parece oportuno mencionar aquí que es posible estar unidos a Dios aún sin saberlo o reconocerlo. Karl Rahner expuso esta posición en su teoría de “Los cristianos anónimos”.
Post Scriptum: Ojalá el “pacto ético” que promueve la Diócesis de Valledupar se “encarne” en la realidad de las diferentes campañas y no se convierta simplemente en la pose, lapicero en mano, para la fotografía de los medios de comunicación.