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El cacique de Turmequé

Eran aquellos tiempos de 1570. Algunas miradas de odio seguían a don Diego de Torres en las tardes soleadas cuando a lomo de potro salía a pasitrote entre las callejuelas de Tunja. Era muy propio verlo aparentando su desatención de la inquina que le guardaban los blancos del lugar cuando pasaba muy airoso, vestido de capa corta, un chambergo de ala ancha y cuello blanco de gorguera rizada que le daba un toque de luminoso atavío.

Juan de Torres fue su padre que a Las Indias vino como arcabucero de don Gonzalo Jiménez de Quesada. Por sus servicios se le había dado una encomienda de buena tierra que lo hizo opulento con crías de vacas y corceles moros. Su madre, Catalina Mayachoque, era hermana del cacique de Turmequé, de modo que él, Diego, mestizo, era un punto medio entre dos mundos, dos razas y dos culturas distanciadas en todo.

De su padre aprendió los usos de Castilla y de su madre la lengua muisca y las tradiciones milenarias de su gente. Entre azotes y prédicas aprendió en la escuela de mestizos de Diego de Águila, en Tunja, el catecismo de los cristianos, y que había que venerar al rey de las Españas como su señor. También allí, en un convento dominico se adiestró en gramática, ciencias de números, doctrina religiosa y algunos rudimentos de derecho castellano, educación refinada como correspondía a su alto linaje amerindio.

Don Diego no era hijo de anillos bendecidos y por demás tenía la condición de mestizo, lo que hizo que su padre trajera de España a don Pedro de Torres, su otro hijo, a quien lo dejó heredado de la encomienda y después lo hizo Alguacil Mayor y Regidor Perpetuo de Tunja.

Una tarde de aquellas, un llanto de carrizos bajó las laderas de Turmequé. El cacique se había ido hacia el mundo de los muertos. Las fogatas punteaban la noche en honor de Xué, el dios de la vida y de la muerte, invocando su protección en el más allá para el jefe fallecido. A la mañana seguida cientos de indios cubiertos de mantas rojas, en pequeños grupos bajaban para el último adiós a su cacique. El atento celo de los curas doctrineros impedía que lo mohanes de la tribu bajaran de las cumbres altas donde habitaban, los cuales, para la ocasión, ofrendaban a escondidas a sus viejos dioses con coralinas, tunjuelos de oro y cristales de esmeraldas en bruto sacadas de Muzo.

Los ancianos de la tribu proclamaron a don Diego como sucesor del cacicazgo de su tío, según la vieja ley del dios Chiminigagua que mandaba ungir como heredero a un pariente uterino nacido de hermana.

Algunas sed de desquite y de justicia tendría el nuevo cacique porque se aplicó en atender las quejas de los indios por los maltratos y despojos de los colonos blancos. Denunció a su propio hermano, Pedro, por las crueldades que en su encomienda les hacía a los indios de su servicio, con violación de las cédulas reales del derecho indiano que mandaban el amparo y la instrucción del catecismo de éstos.

Pero Pedro, en componendas con Antonio de Torres, miembro de la Real Audiencia y pariente de ambos, le pusieron querella con el cargo de no ser indígena puro lo que le impedía ser cacique, según ellos, y dizque porque en dialecto muisca predicaba la desobediencia de los indios aconsejando no pagar los tributos que correspondían al rey.

La Real Audiencia suspendió a don Diego como cacique prohibiendo su trato con los indios y sus visitas a las aldeas de ellos. Como nuevo cacique invistieron a don Pedro sin importar que sí don Diego era mestizo, aquél era blanco y español. Pero Diego, letrado y estudioso de las cédulas reales que venían de mano del rey y que los blancos y colonos no cumplían, con Alonso de Silva, otro cacique de Tibasosa que estaba acosado por el encomendero Miguel Holguín, enviaron pliegos de queja a España solicitando la justicia de Felipe II. Avisada de eso la Real Audiencia, mandó hombres con armas por los caminos reales con el encargo de arrebatar tales acusaciones de manos de los mensajeros, aún con las espadas si fuere menester.

Algunos memoriales llegaron a su destino. Dos años más tarde el soberano concedió la licencia a los caciques depuestos para que viajaran a la Corte a aclarar situaciones.

Diego de Torres, con el nombre indígena de Rumerqué, siguió por atajos y rumbos entre los montes para evadir los piquetes de hombres armados de la Real Audiencia que lo acechaban. Tomó en Cartagena un velero de ruta ese año de 1571. Había leído los memoriales quejosos de Bartolomé de Las Casas, el obispo de Chiapas, pidiendo al rey amparo para los indios, lo que le abundó su vocación de ser el vocero de los perseguidos de su raza en los dominios de su cacicazgo. En Madrid, coincidió su llegada con la de fray Francisco Carvajal, cura dominico que como él había hecho travesía por mar en busca de justicia por los crímenes que los cristianos cometían en las tierras de Las Indias.

Entonces el Real Consejo de Indias restituyó en don Diego la dignidad de cacique y ordenó unas onzas de oro para avío y matalotaje que cubriera su regreso con decoro en los galeones que venían para los puertos del Caribe.

La noticia del regreso de don Diego causó revuelo entre los indios que salían a su paso, pero los encomenderos temerosos por el castigo de sus abusos que en ellos haría el visitador Monzón, un funcionario justiciero, levantaron rumores de una gran sublevación de la indiada que aquel cacique dizque azuzaba. El infundio corrió con la prisa del terror. Ya en pánico el Cabildo de Santafé mandó un pregón que ordenaba recoger las armas de los mestizos, indios, negros y mulatos.

Piquetes de tropa recorrieron la tierra donde esperaban sorprender a los indígenas sobre las armas, pero nada se encontró. Nuevos pliegos acusatorios contra don Diego daban cuenta a la Corte del peligro de una sublevación de indios, los cuales fueron enviados a España con la firma de un fiscal y algunos oidores.

El visitador Monzón, conociendo que no había causa para el acoso judicial del cacique, lo mandó llamar para convencerlo que volviera a Madrid a defender su inocencia. Mucho temor sentían los colonos y oidores de Nuevo Reino de Granada con ese regreso de don Diego a la Corte, de modo que se propusieron estorbarle su viaje. En un atardecer, al tocar la orilla en Tamalameque donde pensaban hacer un descanso del viaje, hombres armados de la Real Audiencia lo esperaban. Maniatado lo devolvieron a una mazmorra en Santafé de Bogotá. Pronto, con la prisa de los hechos para no dar un espacio al arrepentimiento, fue condenado a la horca.

Disgusto tenía el visitador Monzón por la sentencia. Le puso el tema a un tal Juan Roldán y éste le propuso sacar de la cárcel a don Diego. Del dicho al hecho pasó el Roldán cuando mandó hacer unas empanadas metiendo en una de ellas dos limas sorderas. Dos días después fue a la cárcel a despedirse del condenado y le puso en aviso que limara la cadena que lo apresaba y que con la punta del balduque que pronto le mandaría, desprendiera unas hileras de adobes.

El día antes de la ejecución fue un fraile, hermano de Roldán, llevando al reo las empanadas y la comunión. Pidió el preso al alcaide que no le consintiera más visitas pues estando a un paso de su fin, debía congraciarse en oración íntima con Dios. El alcaide echó a la gente y dejó un velón encendido y se fue a dormir. Caía esa noche un violento aguacero y don Diego por dentro y Roldán por fuera, sacaban los adobes. En breve hubo un agujero por donde salió don Diego.

Llevado ante Monzón, éste le dijo: “Suelto estáis, mirad por vos que yo os favoreceré y andad con Dios”. Con esto se bajó a la caballeriza donde lo esperaba un caballo ensillado y algunas armas, con lo cual tomó calle y monte. Después, con el pelo crecido, vestido con un camisón de lana y una manta, sembraba papa y maíz en las labranzas de sus indios, de modo que una vez hasta habló con los soldados que lo buscaban y no lo conocieron.

Con la fuga de don Diego tomó fuerza la voz del supuesto alzamiento de los indios. Dos años duró escondido y como pudo, con nombre cambiado, llegó a España. Las autoridades de allá le dieron a Madrid por cárcel mientras revisaban su caso. El rey Felipe II, quien ya vivía en el monasterio de El Escorial, lo hizo su caballerizo con paga de cuatro reales el día y, como era un jinete que hizo nombre alto, se entretenía entre gente noble. Allá se casó con Juana de Oropeza.

Murió en 1590 lleno de deudas, debiendo hasta el arrendamiento de su vivienda. En 1628, con una decisión de tardía justicia, el Consejo Real le asignó a la viuda la encomienda de Samacá. En el siglo XVII su descendiente es beneficiado con el título de Conde, el cual gozan sus herederos españoles de ahora. Uno de ellos, mi condiscípulo de Salamanca, me dio datos para esta historia. Pero será un escrito para otro día.

Casa de campo Las Trinitarias, Minakálua, (La Mina), territorio de la Sierra Nevada.

Por: Rodolfo Ortega Montero.

Categories: Crónica
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