Por Luis Augusto González Pimienta
(A propósito de la afirmación de Celso Guerra de que El Barrilito es una especie de marcha mejicana, reproduzco esta nota escrita hace un tiempo).
Siguiendo su rutina sacaba un taburete y lo recostaba sobre la pared que daba a la calle, se hurgaba los dientes con el palillo prohibido por los finos modales de su madre y empezaba a mirar acuciosamente a los transeúntes. Lo divertía la aplicación de las mujeres a la moda, así dejaran al descubierto sus defectos, como aquella gorda que se veía obscena en minifalda. Juzgaba estúpida la actitud de aparente desenfado de los hombres cuando a leguas se les notaba la afectación.
En la casa de sus abuelos se sentía feliz, dominador. Los hábitos no le eran dictados por las convenciones sociales ni por las órdenes paternas. Se diría un reyezuelo sentado en el trono de un reino imaginario.
Frente a la casa solariega había un teatro a cielo abierto cuya pared de fondo hacía las veces de pantalla para la proyección de películas, en su mayoría mejicanas. Los corridos y las rancheras en las voces de Negrete, Infante, Aguilar, le eran familiares y la repetición constante le facilitaron el aprendizaje de sus melodías y de sus letras. Tiempo después, cuando en acto de osadía incursionó como compositor, descubriría que la música mejicana era un venero del que bebían los artistas del folclor vallenato.
Su habitual espera vespertina terminaba cuando por los altavoces del cine se daba la señal para ingresar haciendo sonar El Barrilito, una popular canción que creía era una marcha. Tuvieron que pasar muchos años para que supiera que era una polca compuesta por un checoslovaco, Jaromir Vejvoda, conocida en español como el Barrilito de cerveza, que sirvió de inspiración a las tropas aliadas contra los nazis en la Segunda Guerra Mundial y animó también a los astronautas del transbordador espacial Discovery de finales del siglo XX.
Saltaba de su asiento tan pronto sonaban los primeros acordes de El Barrilito y entraba a la sala de cine. La publicidad que antecedía a la proyección de la película se hacía mediante diapositivas que se pasaban por una especie de iluminador mecánico. Luego comenzaba la cinta que llegaba desgastada por el uso en otras muchas poblaciones y se reventaba con frecuencia, volviendo irascible al público que lanzaba improperios por doquier. La costumbre perduró hasta el cierre del cine.
Hoy, sin padres ni abuelos, la casa mayor tiene otros dueños, el cine fue demolido, guarda un borroso recuerdo de las películas y los intérpretes de entonces, pero conserva y evoca con afecto los compases melódicos de El Barrilito.