A principios de agosto visité Valledupar, previa estación de mi viaje a Codazzi. Pernocté tres noches en una casa del barrio Serranilla, y me costó creer lo que la evidencia me mostraba: primero un hilo de agua y luego la llave seca, debí aplazar el baño… Le grité a mi cuñada: ¡En Valledupar no hay agua!… No hace muchos años que la presión del chorro era todavía fuerte y el agua salía fría; hoy es un hilo y el agua es tibia. Todas esas circunstancias confirman que el cambio climático es una realidad, y el futuro de la humanidad no pinta nada optimista.
Viajé a Codazzi, para asistir al ‘Encuentro cultural’. Lo que vieron mis ojos… es para no creer: el río Cesar, bajo el puente Salguero, desliza lentamente una espuma blanca (lo blanco en trágica ironía) que envenena el agua y mata todas las formas de vida posibles. No sé qué pensarían muchas comunidades de África o Asia, dispuestas a cambiar un barril de petróleo por una jarra de agua. A riesgo de parecer sensiblero, lo voy a decir: me brotaron lágrimas como de ira santa.
En el conversatorio con dos candidatos a la gobernación del Cesar, Antonio Sanguino y Katia Ospino, un ciudadano hizo la pregunta sobre la contaminación del río, que lleva sus pesadas aguas hasta la ciénaga de Zapatosa, “que verá perdida su aspiración de convertirse en polo turístico del departamento”. En sus respuestas, los candidatos evitaron caer en discursos demagógicos, y se refirieron a la compleja red gubernamental que hay que convocar para dar solución al problema. Mientras tanto, el río Cesar seguirá haciendo pereza con su cargamento de inmundicias.
Ahí tiene, pues, el presidente Gustavo Petro una oportunidad para que su eslogan de “Colombia, potencia de la vida” no pase como un discurso demagógico y populista; porque si algo sintetiza el concepto de vida es ¡el agua! Pero, más que el presidente, es la conciencia ciudadana la que debe decidir si quiere salvarse o morir de sed. Y como los propios políticos labran la desconfianza de sus conciudadanos, entonces creámosle al poeta Rodrigo Valencia Quijano, un payanés que no conoce la región, pero sí tiene ojos para, con expresión profética, ver la dolorosa pasión del río Cesar.
RÍO
Y le dolía ver el río.
Tanto correr de agua sin cansarse, noche y día en el curso de los siglos sin fin.
Y se acercó, tomó agua en sus manos, pero estaba sucia, apestaba. Quizá lo había empañado la muerte, visos rojos llevaba y llevaba.
Y reflejaba los brillos del cielo, pero el agua se quejaba, murmuraba, lloraba.
A veces las aguas gritaban una palabra: «¡Muerte!»
Sin embargo, el lugar era hermoso; tenía verdor y color de fantasía, olor de tierra húmeda y transparencia en el cielo; los grillos cantaban, el viento era fresco, pero los pájaros no se acercaban. Un barquito de papel pasó, era sorprendente ver cómo había sobrevivido.
Pero el río llevaba la muerte en su seno.
Y él miró por horas el río. Lo vio llevarse la última queja en sus aguas dolidas, martirizadas por el hombre.
Más abajo una humilde cabaña lloraba.
Por Donaldo Mendoza