Tenemos doscientos años de patria boba. Nos independizamos, pero animados en poseer la titularidad de la partija correspondiente. Los motivos fueron mercantiles. Hemos transitado estas dos centurias sin saber a ciencia cierta a qué es lo que aspiramos cómo nación. No hemos fijado objetivos claros, un rumbo cierto, firme. El país por mitades le apuesta sectariamente cada uno a lo suyo. La destrucción del enemigo, que es la otra mitad, es lo más importante.
Creo que el ejemplo más adecuado de lo que hemos sido y seguiremos siendo es la Constitución Política de 1991, pues técnicamente una constitución debiera ser un breviario sin muchos artículos y desde ese punto de vista la expedida en 1991 resultó ser una colcha de retazos, además mal pegados, en la cual los comisionados liberales, conservadores y M19, tomaron cada uno de ellos su hoja en blanco, la llenaron de contenidos que acogían sus ideas y al final casi sin saber lo que habían aprobado, a pupitrazo limpio, y proclamado por el más ridículo de los coros de los que se tenga noticia. Todavía me embarga la muy conocida vergüenza ajena.
Afirman los que estuvieron cerca del abogado Jacobo Pérez Escobar, secretario de esa asamblea, que a medianoche de la finalización de las sesiones lo que tuvo a la mano era un mamotreto informe al que de cualquier manera había que organizar. El país le quedó debiendo al Dr. Pérez Escobar pues la constitución de 1991 adquirió forma en sus manos.
Se habla de las constituciones nacionales como las “cartas magnas” porque se presume que allí se encuentran contenidas las reglas fundamentales que por propia decisión congregaron a un pueblo alrededor de propósitos comunes.
De ella va a depender la unidad política, la propia existencia de la nación, por lo tanto, su cambio debiera ser asunto que obedezca a decisiones acogidas por una clara mayoría que una vez lograda consolide los lazos que han sostenido o sostendrán al proyecto político subyacente.
Esto quiere decir que lo que se establezca como fruto del apoyo de precarias mayorías no harán más que profundizar nuestra bicentenaria polarización dando razones a los fundamentalistas para seguir disparando.
El momento es único, estamos en un punto de crisis y de allí puede resultar una nación sólida o seguir avanzando por el camino del caos y la incertidumbre hasta el momento en que el andamiaje se desmorone.
Está claro que si no se elabora una propuesta de contenido nacional que consulte y admita las limitaciones de cada parcialidad para imponer su ideario el final del camino llegará y no sabemos a ciencia cierta qué tan alto será ese despeñadero.
No hay duda que hoy como nunca se evidencia como salvadora la propuesta del líder Álvaro Gómez Hurtado con su “Acuerdo sobre lo fundamental” cuyo desarrollo no exigiría una nueva constitución.
Jorge Emilio Alcocer, padre de Verónica y suegro del presidente, conservador azul Prusia, me comentaba con humor que le estaba “dañando el oído a Gustavo” (eso en el dialecto sabanero se traduce como convenciendo). No sé hasta donde llegó en esa noble tarea.
Veamos qué resulta de este enredo.
Jaime García Chadid