Seis de la tarde. Repetición de las noticias. Cambio de canal, recorrido por la programación en parrilla, la peor es la de los fines de semana. Un libro abierto espera que siga su lectura, se acaricia con amor, pero no hay ánimo para seguir leyendo. Dos relámpagos en extremo luminosos y el subsiguiente estruendo, la amenaza de lluvia se convierte en una llovizna ridícula.
Se llama a los hijos a ver qué hay de nuevo, están en lo suyo: el descanso del fin de semana.
No se interrumpe a las amigas en los días dedicados al esposo y a los hijos. Se exacerba el fastidio, ese que aflora de vez en cuando, pero al que si no se le busca solución inmediata se convierte en ansiedad o angustia. Hay que hacer algo: regar matas, sólo son dos, ¿desempolvar libros? Buena tarea, pero el ánimo sólo alcanza para limpiar una docena y ocurre el encuentro pasajero con Marcel Proust, aunque viejo, es genial, se lee algo sobre la amistad, se nota que lo escribió en un estado de ánimo igual al que se describe, no hay caso.
¿Una refresco? No, se interrumpe la dieta estricta basada en reacciones químicas, a lo sumo una zanahoria, faltan dos horas para el bistec permitido. A las seis y treinta el pequeño mundo del apartamento se siente caótico a pesar de que el silencio reina en toda su extensión, todo está en su lugar, limpiecito, a través de los ventanales se ve una ciudad brumosa por el vapor que produjo la lluvia engañosa.
Hay una solución: la música. Sí, fabulosos los coros de Nabuconodosor, de Verdi, no; mejor boleros, tampoco, se quitan rápido porque hay nostalgia era la música de los papás, la sonrisa dulce de él y la mirada romántica de ella; rock, vallenato, rancheras, en fin ninguna tiene el poder de despejar la fuerza del aburrimiento, del que decía Alberto Moravia: “Es sencillamente perder, por momentos, la relación afectiva con lo que nos rodea”.
Quedaba un recurso: una infusión de hierbas de las que tomaba la mamá para dormir, el efecto es lento, comienza la somnolencia y el valor que flaqueó en llamar a una amiga para conversar, interrumpir su paz dominical, se superó, ella grita: aló, aló, se le escucha perfecto, pero ella no oye. Luego ella devuelve la llamada. Dice: me estaba bañando. Se habló de Clemencia, poeta infinita, de Felipe Granados, ella lee poemas de ellos, lee el último poema y dice: voy a comer algo, tengo hambre.
El sueño comienza a hacerse pesado, no hay remordimientos, solo esa lejana preocupación de si esa amiga pensará que a la amiga le está fallando el coco, y se piensa de nuevo en Moravia: “La amistad es más difícil y más rara que el amor. Por eso, hay que salvarla como sea”.
El próximo ataque de aburrimiento, ‘y que el día esté lejano’, si no está lloviendo o el calor no es infernal, se conjurará con una caminata hasta el río, como en las madrugadas.
Ajá, y el que asegure que alguna vez en su vida, o muchas veces, no ha sido víctima del aburrimiento severo, miente, y si es de los afortunados que no, bendito sea.