Aún, a pesar de los nubarrones grises que cubren nuestro cielo, en nuestro país se puede hacer poesía, y no me refiero solamente a la exclamación en verso o en algún simple escrito que utilice un sutil lenguaje en prosa engalanado con palabras que toquen el alma. No mis queridos amigos, me refiero a esa poesía que surge cada vez que nos levantamos e inundamos de esperanza nuestros corazones, pensamientos que nos mantienen despiertos, soñando con un futuro mejor, colmado de paz, tranquilidad y armonía aunque sintamos que todo se nos viene abajo.
Se nos ha vuelto difícil conversar entre nosotros porque estamos padeciendo una especie de virus que pareciera no excluir a nadie, no respetando credos, edades y, por supuesto, mucho menos orientaciones o ideologías de carácter político. Cuando nos encontrábamos, parecía que nos convertíamos mucho más inteligentes, nos sentíamos inclinados a poner en nuestras palabras lo mejor y más serio que llevábamos adentro, descartábamos los pensamientos imprecisos y las incoherencias y tratábamos de alegrar nuestro encuentro con palabras que nos alentaran e incentivaran en nuestro diario vivir. Hoy, no solamente parece que escaseáramos en conocimiento aunque nos sobra de manera estúpida una creencia de erudición sobre temas que desconocemos e ignoramos.
Hablamos de economía, como excelentes matemáticos, sin saber siquiera aplicar bien alguna operación aritmética y mucho menos descomponer una cifra como se nos enseñaba antes por un maestro en primaria. Hablamos de las reformas presentadas por el gobierno sin conocer siquiera el texto propuesto a debatir, pero es más el ánimo contradictor revestido de la ignorancia que aplicar el silencio de un prudente que debe primero escuchar para sí luego controvertir. Hablamos de escándalos, cuando ni siquiera somos capaces de mantener tranquilidad y paz en nuestros propios hogares. Hablamos de corrupción cuando estamos pensando en cómo arreglar las cosas con el policía de turno al violar una sencilla norma de tránsito. En fin, si de hablar se tratara, la lista sería bastante extensa.
Nos hemos dejado permear por un estado en el que creemos que nuestras opiniones e intereses propios son más importantes que las de los demás. No admitimos las opiniones del resto, nuestra realidad social es la que vemos sin importar la visión de nuestro interlocutor y nos hemos convertido en unos incapaces para asumir y comprender con precisión cualquier perspectiva que no sea la propia. Uno creería que los adultos parecen ser menos egocéntricos que los niños porque son más rápidos de corregir dicho comportamiento, sin embargo, en la actualidad, parece que estuviera sucediendo lo contrario, y en nuestro país la exención no aplica, porque tampoco podemos desconocer que no solamente está ocurriendo aquí. Lamentablemente, es cuestión global.
Pero, como decía al inicio, aún se puede construir con bondad, aún nuestros pensamientos pueden cambiarse con respecto al pensamiento de los otros, estamos aún a tiempo de volver a escuchar y aceptar los argumentos de otros cuando son valederos e incluso opuestos a los nuestros que pretendemos imponer a veces con gritos. Quizás debemos ver a nuestro país como al amigo que hemos perdido y que tanto amábamos y que al pensar en ambos pensemos en escuchar lo mejor para todos y lo que nos hace bien.
Cada día que pasa perdemos el tiempo para apoyarnos intentando imponer nuestras opiniones, no hay lugar a concertación ni mucho menos a reconciliación, nos hemos dividido en bandos que si fueran otras épocas y anduviéramos con espadas al cinto, mucha sangre estaría cubriendo nuestra tierra, aunque no hay que aludir a la espada pues hoy otras armas que la reemplazan tal vez están haciendo lo mismo, pero hay una que mal empleada es más letal que cualquiera: “La palabra”. Las medias verdades, las falsas mentiras y la desinformación en general, es la artillería en la actualidad del cobarde combatiente por una causa encarnada de egocentrismo salpicado, peor aún, de un criollismo que nos arroja a un tinglado inmisericorde animados por un país revuelto, cundido de resentimientos y rencores que no permite siquiera el susurro de una disculpa.
POR: JAIRO MEJÍA.