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Dos pueblos en el corazón de mi tío

Santa Ana en el departamento del Magdalena y Santa Ana de Los Tupes en el departamento del Cesar, dos pueblos unidos por la tradición española de instituir poblados con nombres de santos. El primero fue fundado el 26 de julio de 1751 por José Fernando de Mier y Guerra, y el segundo fue erigido en ermita doctrinera de indígenas Tupes, entre 1737 y 1740, cuando el sacerdote Silvestre de Lavata y otros misioneros capuchinos, agruparon a los nativos y repoblaron la aldea, según investigaciones de Armando Arzuaga Murgas.

Pero, además, estos dos pueblos se caracterizan por ser regiones agrícolas y ganaderas. El poeta Oscar Delgado hizo una descripción de su pueblo Santa Ana, pero es válida para ambos: “las calles van y vienen sin prisa. En las sementeras brotaron los rayos azulados y blandos de las primeras espigas. Llegó el día de la cosecha y el poeta segó la luna más hermosa, más frutal…”. Pues bien, estos dos pueblos vivieron en el corazón de Humberto Atuesta Acuña, mi querido tío, un hombre bondadoso, fiel al trabajo y a la vida, que nació en Santa Ana en 1928, y muy joven llegó a esta tierra vallenata y vivió por más de 60 años en Santa Ana de Los Tupes. El temor a Dios y la honestidad siempre eran la luz de su camino.

Antes de Humberto, el primero en llegar a esta maravillosa tierra del Valledupar fue mi padre José Eleuterio en 1937, y después sus hermanos Pablo, Jose Abraham y Humberto, llegaron con las manos llenas de sueños, de inocencia juvenil y de nostalgia por la familia, las cosas queridas de la infancia, las inolvidables tardes de corralejas y de las fiestas de Santa Ana, la venerada patrona del pueblo, madre de la Virgen María. Humberto trabaja en los quehaceres del campo en las vecindadas de La Paz y en Sandiego, y por la población Santa Ana de los Tupes siente cercanía espiritual, porque le hace recordar a su tierra natal. En Santa Ana de los Tupes conoce a Carmen Barrera, y el amor conquista sus sueños. Nacen sus once hijos, educados en la tradición cristiana y en la responsabilidad del trabajo, y de ellos cuatro lograron obtener títulos universitarios y hoy son distinguidos profesionales: Oscar Darío, Eleuterio Alfonso, Dannys Mercedes y Armando José, quienes han orientado la armonía familiar y la superación académica de sus hijos y sobrinos.

El escritor Ernesto Sábato, quien alcanzó a vivir casi cien años y padeció, como todos los mortales, los malestares de la vejez, dijo: “hay días que me invade la tristeza de morir, e intento engañar a la muerte, como si ella pudiera entender mis razones, y me pongo a hacer algo, confiado en que la muerte no me arrebatará la vida mientras haya una obra sin terminar”. Humberto Atuesta Acuña, a los 89 años, dos meses y doce días, en su casa en Valledupar donde residía hace diez años, sintió que su obra terrenal había terminado, iluminado por la fe se arropó en el silencio, cerró sus ojos y su espíritu sempiterno viajó a la eternidad del Reino Celestial y quedan los esplendores de sus virtudes y de sus semillas esparcidas en la fertilidad de la vida.

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