Por Marlon Javier Domínguez
Se celebraba la fiesta más importante del año: una noche en la que cada familia judía conmemoraba, a través de una cena ritual, el acontecimiento más importante de la historia de su pueblo. Aquella noche era el centro de sus vidas, la prueba fehaciente de que Dios no les había olvidado nunca y no les estaba olvidando ahora, aquella noche era para todos el memorial perenne de la liberación, el recuerdo sostenido en el tiempo del actuar de un Dios que quiso salvar a un pequeño grupo de esclavos. Todo estaba ya dispuesto, la mesa preparada de manera meticulosa para que nada faltara: el cordero asado, las hierbas amargas y un raro aderezo, pan sin levadura y varias jarras de vino.
Todos conocían el ritual, habían celebrado Pascua tantas veces en sus vidas que podían repetir literalmente las palabras de aquella noche: las hierbas amargas y el pan ázimo representaban la esclavitud, lo mal que la pasaron en tierra extraña y los duros trabajos que tuvieron que soportar; el cordero, por su parte, era signo del sacrificio con el que se pretendía agradar a su Dios y traía a la memoria la forma como fueron marcadas las puertas de las casas judías buscando salvarse del exterminio; el vino era símbolo de la alegría, de la liberación y del pacto sellado en el Sinaí.
A la luz tenue de unos cuantos candiles un grupo se reunía para celebrar: El joven Jesús dirigiría aquella liturgia, y sus discípulos, como siempre, le acompañaban. El aire, de improviso, se enrareció y como un lamento salió por los labios del Cristo un susurro entrecortado: “uno de ustedes me entregar”. De ahí en adelante todo se sucedió tan rápido que apenas hubo tiempo de pensar alguna cosa. Las palabras que se escuchaban desconcertaban, fascinaban, confundían. Algo había cambiado en aquella celebración, que ya no volvería a ser nunca la misma: el pan partido sería en adelante no un mero símbolo de la esclavitud, sino el cuerpo real del maestro, el vino ya no simbolizaría la alianza celebrada con la entrega de los mandamientos, sino que sería verdadera sangre de Jesús, símbolo de una nueva alianza. Un sacrificio se acercaba y lo ofrecido en aquella mesa predecía lo que habría de ofrecerse al día siguiente sobre la cruz. Finalmente una orden: “hagan esto en memoria mía”.
Hoy el escenario ha cambiado. La pequeña celebración doméstica se transformó para el Catolicismo en una gran acción de gracias (Eucaristía), la estrecha sala pasó a ser un amplio templo, el rito tiene lugar ahora cada día, Jesús actúa a través de un sacerdote; pero con el pasar del tiempo permanecen misteriosamente inalterados dos detalles: sigue siendo el Cuerpo y la Sangre de Jesús lo que se ofrece y sigue habiendo Judas en cada grupo.
Post Scriptum: Hoy es Solemnidad del Corpus Christi: ¡Bendito y alabado sea Jesús en el Santísimo Sacramento del altar…!