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¿Dónde está Dios?

Era muy tarde y, aunque mi voluntad le ordenaba con insistencia a mi cuerpo descansar, mi mente continuaba repasando una y otra vez la conversación sostenida con un extraño durante la mañana de aquél día. Era sábado, día trece del mes y, como de costumbre, había celebrado Misa temprano, expuesto el Santísimo Sacramento para la adoración de los fieles y me había encerrado en el confesionario a escuchar las faltas de muchos, con la conciencia cierta de ser depositario de una palabra y un mensaje que no sólo no me pertenecía sino que me desbordaba sobremanera. Hice sobre mi cuerpo la señal de la cruz y pedí a Dios el Espíritu Santo.

Una voz masculina resonó del otro lado de la madera con el acostumbrado “Ave María purísima”. Inmediatamente contesté a la jaculatoria y añadí: “El Señor esté en tus labios y en tu corazón para que confieses con humildad tus faltas”. Unos segundos de silencio antes de que el penitente empiece a hablar son reflejo de la dificultad que entraña reconocer los propios errores y pedir perdón. Pero aquél silencio fue mucho más largo que unos cuantos segundos. El hombre seguía allí, arrodillado, sin atinar a decir una sola palabra. Yo podía sólo ver su sombra a través del velo. Una de las razones por las que decidí traer a la parroquia un confesionario fue brindar confianza y privacidad a los penitentes en un momento tan difícil. Aclaré mi garganta y entonces me decidí a romper el incómodo silencio: “hijo…”, empecé a decir. Pero de inmediato aquél hombre me interrumpió. Contrario a lo que pensé, no estaba llorando y su voz sonó clara y fuerte: “No me llame hijo, yo no tengo padre. No vine por su perdón ni por sus consejos. Quiero simplemente decirle unas cuantas cosas a su Dios. Le he hablado pero parece no escuchar o no existir. Ya no sé la diferencia. Iba pasando por aquí y la puerta estaba abierta. Escúcheme e intente transmitir a su Dios mis palabras”. Me quedé pasmado y mordí mi lengua.

El hombre continuó hablando, pero ya no era yo el destinatario de sus palabras: “¿Dónde estás, idea absurda que me inculcaron de niño? Aunque dicen que lo sabes todo no quiero arriesgarme a que ignores lo que me ocurre, si es que realmente eres algo. Hace un par de días un viejo enfermo y decrépito llamó a la puerta de mi casa y dijo que era mi papá, que no tenía a dónde ir y, de rodillas me pidió perdón. Te podrás imaginar. ¡Han pasado cuarenta años! Yo nunca lo había visto. Cuando se enteró de que mi madre estaba embarazada la abandonó. Yo crecí sin un maldito padre. En medio de privaciones y dificultades mi madre me cuidó y me sacó adelante hasta que tú, dios todopoderoso, decidiste enviarle un cáncer. ¿No te bastó con que me criara sin un padre sino que en tu infinita sabiduría decidiste que desde los quince años debía también vivir sin madre? Y ahora aparece este hombre que dice ser mi papá y que no tiene a donde ir. ¡Yo no tengo padre y por mí que se vaya al infierno!”

Yo estaba de una pieza, no me atrevía nisiquiera a moverme. La respiración de aquél hombre se sentía agitada y en su voz se adivinaba la ira. Llegué a preguntarme qué hacía yo allí e incluso a sentir miedo, aunque su pelea no era conmigo, sino con Dios, pero ¿dónde estaba Dios?. La pregunta de aquél hombre se metió en mis pensamientos y, sin darme cuenta, se repetía una y otra vez en mi cabeza. El hombre terminó su diatriba con una frase fusilante: “Odio a ese indigente que tocó a mi puerta y te odio a ti, supuesto Dios”. Se levantó y se fue. Yo no había dejado de pensar en aquél hombre y su desgracia y, sin ser consciente de ello, me descubrí peleando también con Dios y preguntándole ¿dónde estás?

No sé a qué horas me venció el sueño, pero cuando la alarma sonó me pareció haber dormido muy poco. Mis habituales ojeras estaban mucho más acentuadas y un terrible dolor de cabeza me hizo desear no tener que desprenderme de las sábanas, pero unas doscientas personas me esperaban ya para la Misa, queriendo escuchar a Dios. A propósito, ¿dónde estaba Dios? Celebré Misa como un zombie y, cuando me disponía a retirarme a la sacristía un desconocido me abrazó llorando y me dijo: “Gracias, padre”. Lo miré salir por la puerta principal. Llevaba de su brazo a un anciano que caminaba con mucha dificultad. Una niña tomó dulcemente mi mano y me preguntó: ¿Por qué lloras?, Yo respondí: “Porque Dios está aquí”. Ella entonces dijo: “Deberías estar feliz”.

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