A nuestros ojos estaba la meseta calva de Castilla y el río Duero que serpenteaba entre el declive ondulado. Trepados en la torre del homenaje del castillo de La Mota, veíamos ese paisaje un día de verano del venturoso año 2006. Estudiábamos para ese entonces en la Universidad de Salamanca: Mary, mi esposa, cursaba Historia del Arte Europeo, y yo con mis estudios de constitucionalismo.
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Ese día la acompañaba a una de sus “cátedras en escena” (como dicen los españoles) que imponía su pensum. Un docente explicaba a sus discípulos las arcadas ojivales, matacanes, archivoltas, almenas del castillo y demás minucias del estilo románico y mudéjar. Mientras eso ocurría me di a recorrer la mole medioeval, que era una de las fortificaciones donde recluyeron a Juana la Loca, reina de Castilla y Aragón, madre de seis hijos, de los cuales Carlos sería soberano de España, emperador de Austria y Flandes; Leonor, reina consorte de Dinamarca, Suecia y Noruega; Isabel reina consorte de Portugal; Fernando emperador del Sacro Imperio Germánico al suceder a su hermano Carlos; María, reina consorte de Hungría y Bohemia; Catalina, también reina consorte de Portugal.
Algo le comenté a Mary sobre la desdichada historia de Juana la Loca recluida en ese lugar y después en el Castillo de Tordesillas. Me pidió que la escribiera algún día. Catorce años después, hela aquí:
Sesenta damas de honor con apellidos de linaje heráldico hacían viaje en la flota castellana desde Laredo, puerto cantábrico en el itinerario a Lier, aldehuela belga con monasterio donde esperaba su prometido Felipe de Borgoña, archiduque e hijo de Maximiliano de Austria y heredero de ese imperio, a quien apodaban ‘el Hermoso’ por ser robusto, rubio, de ojos azules y cumplido bailarín. Corría el año de 1496.
La madre de Juana, Isabel la reina de Castilla, había unificado a España por su matrimonio a escondidas, siendo muy joven, con su primo Fernando de Aragón. Después planta la cruz en Granada derrotando a los últimos musulmanes que mantuvieron dominio sobre el solar hispánico por casi ochocientos años. Más luego expulsa a los judíos españoles no conversos que persistían en la fe de Moisés. Ahora era dueña de América, lo que le dio el aliento de casar a sus hijos con los herederos de las casas reales de Europa en su afán de que sus descendientes rigieran algún día los destinos de los reinos cristianos del mundo.
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Por eso también había concertado el enlace de Juan, su hijo mayor, con otra hija del emperador Maximiliano de Austria, Margarita, y así aislar a Luis XII de Francia, el odiado enemigo con quien su esposo guerreaba por la disputa del ducado de Milán. Su otra hija, Catalina, la había desposado con Enrique VIII, monarca de los ingleses.
Cuando los novios, Juana y Felipe, se encontraron en Lier, sólo tuvieron ojos del uno para el otro. Para Juana fue un amor que no la abandonaría jamás. Después de la ceremonia de la presentación, Felipe impaciente urgió al capellán que ahí mismo les diera la bendición nupcial. La felicidad de ella no tenía límites. La severidad de su crianza se rendía ante un idilio desbordado. Un alud de festejos, torneos y agasajos se realizan en honor de los archiduques en las villas flamencas. La princesa Juana de 16 abriles que salía de una España de monasterios y misas, guiada su infancia por endurecidos confesores para quienes todo era pecado y azufre, ahora en el séquito de su esposo hay cabida para danzas y embrollos amorosos de sus doncellas flamencas y hasta curas borrachines y libertinos estaban en el ámbito de sus cortesanos.
Sin embargo, pasada la euforia del casamiento Felipe se propuso galantear a otras damas flamencas, lo que terminaba en ásperas discusiones y escenas de celo de Juana en su soberbia de no probar alimentos en días y su resistencia a asistir a los oficios divinos. Previendo algún descarrío de ella, por conocer su temperamento rebelde y en procura de defender los intereses de España, de la fe católica, o quizás por la mera manía de espiar, la reina Isabel, había instruido a Martín de Mojica, el tesorero de Juana, para que a través de secreta correspondencia, le diera informes de cuanto pasaba en el mundo flamenco y su hija, pero Felipe descubriendo esos correos ocultos halagó con dádivas a Mojica poniéndolo de su lado, de tal suerte que su suegra sólo recibiera informes de los desplantes, la irreligiosidad e iras de su esposa. Aquí comenzó la sospecha de su alteración mental.
En España las cosas no iban bien. Juan, el esposo de Margarita de Borgoña, la hermana del archiduque Felipe, tiene la salud precaria. Los médicos opinan que la pasión demasiado fogosa del príncipe por la deslumbrante austriaca, es la causa del mal. Seis meses después de su matrimonio muere Juan, el heredero de las dos Coronas españolas. Para consuelo, Margarita quedó en embarazo, pero tres meses después nace muerta la criatura. La vocación herencial de Castilla y Aragón se traslada a la princesa Isabel hija mayor de los reyes católicos, esposa del rey de Portugal. Éste que había fallecido por la caída de un caballo, deja en cinta a Isabel, pero en el parto ella fallece. La criatura nacida sobrevive, débil y enclenque, a quien bautizan como Miguel de la Paz, heredero ahora de las Coronas de España y Portugal.
El 25 de febrero de 1505 se celebraba en Gante un baile de gala. Juana está allí cuando le llegaron los dolores de parto. Por la urgencia, al lado de un retrete le arman una cama. Una hora después los disparos de salvas de las bombardas y los castillos anunciaban al mundo el nacimiento de un varón al que bautizaron Carlos en honor a Carlos el Temerario, un abuelo de Felipe. No habían terminado los festejos del natalicio cuando de Granada un emisario llegó a Bruselas, tras once días de galope, anunciando que el infante don Miguel de la Paz había fallecido. El destino había abatido a cuatro herederos del trono de España, uno tras otro, para poder echar dos coronas reales a la cabeza de Juana.
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Se hace urgido el regreso de los archiduques a España para ser reconocidos como herederos ante las Cortes. La mala nueva para los reyes católicos es que Maximiliano de Austria, su consuegro, ajusta una alianza con Luis XII de Francia, el enemigo, y que Felipe concierta el futuro matrimonio de su hijo Carlos, nieto de ellos, de un año de edad, con Claudia, de dos años, la princesa hija del rey francés. El regreso se hace por Francia entre agasajos y torneos. Mostrando lealtad con sus padres, Juana asume un comportamiento de discreto rechazo.
Durante una misa celebrada en un palacio, unas damas francesas le entregan monedas a ella para que las ofrezcan en el platillo a nombre de la reina de aquella nación, pero la princesa española estaba en guardia y rechazó de plano el encargo diciendo que ella ofrecía por su cuenta y por nadie más. La reina de Francia al salir de esa misa “se olvidó” de invitar a su huésped a que saliera con ella, con lo cual la archiduquesa tendría que hacerlo entre las damas de aquella, pero Juana adivinando la treta dejó pasar un buen rato para salir, sin preocuparse que la soberana francesa la esperaba afuera con una temperatura de frío.
Los viajeros entran por Burgos. Las Cortes esperan en Toledo. Un mensajero llegó hasta allí desde Oleas llevando la noticia que Felipe estaba enfermo de sarampión. Hasta allí llega el rey Fernando para conocer a su yerno. Días después vino la reina Isabel con quebrantos de salud. Felipe le besa la mano en señal de sumisión mientras Juana hace de intérprete. El 7 de mayo por fin entran en Toledo. Los grandes de España, es decir la alta nobleza, se divide: los adictos a los flamencos y a su amistad con Francia, y los que seguían las políticas externas de los reyes católicos. Pronto hay discordia entre los bandos. Para esos días el obispo de Besancón, consejero que había llevado Felipe, se sintió repentinamente mal.
El archiduque va a su lecho y lo encuentra moribundo. Se dijo que en el largo tiempo en que conversaron, Felipe recibió las directrices de su buena política con Francia, la enemiga de sus suegros. El archiduque sale de la habitación convencido de que el obispo había sido envenenado. Temiendo para sí un trato igual, abandona Toledo a toda prisa.
Un impedimento lo excusa de regresar a Flandes con Juana. Ella está en embarazo y no es prudente un viaje largo. La despedida no fue cordial. Ella protestó no asistiendo a oficios religiosos y con hambrunas voluntarias. Otro día decide ir a Flandes por su cuenta. La reina Isabel envía al obispo de Córdoba con el encargo de atajarla en todo trance. Ante la terquedad de ella, aquél retira los caballos del castillo de La Mota donde se aloja la princesa, quien manifiesta su decisión de ir a pie. El cardenal levanta el puente levadizo del castillo y ella queda recluida. Esto fue el comienzo de sus encierros que habrían de conducirla a la demencia total.
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Año y medio después una carta de Felipe la reclama en Flandes a lo cual no pueden oponerse sus padres. Juana en libertad va a Leredo, el puerto de Cantabria, para viajar por mar sin despedirse de sus padres con quienes ha tenido gravísimas disputas las veces que la visitaron en el castillo. En Flandes las cosas no marchaban tan deseables. Pronto ella descubre que su esposo galantea a una rubia. En un arrebato de celos le corta los cabellos a la galanteada y le punza la cara con unas tijeras. Dicen que Felipe la golpeó por eso y que además expulsó a dos moras esclavas al servicio de ella con la acusación de que hacían artes maléficas con brebajes para asegurar la fidelidad de él.
Cuando se declaró la hidropesía de la reina Isabel de modo que creía morir de sed a cada instante, dispuso en su testamento que el rey Fernando sería el regente de Castilla si Juana su hija no pudiera o no quisiera gobernar. Murió tres días después en Medina del Campo, el 26 de noviembre de 1504. Juana, de 25 años, pasaba a ser la reina de Castilla y de América. Entonces los archiduques viajan a España para recibir el juramento de fidelidad de las Cortes como reyes. Ya se hablaba del extravío mental de Juana alimentado por su propio esposo que deseaba ser su regente, y por su padre Fernando, rey de Aragón, quien también tenía esa ambición. Se dividen los grandes del país y con disimulo se va restringiendo la libertad de la reina. Un día, ya en Burgos Felipe se sintió indispuesto a consecuencia, según se dijo, de haber tomado agua fría después de una partida de caza. Les sobrevino una calentura, escalofríos y una erupción en el cuerpo. Juana no se aparta de él. Como éste sospecha que quieren envenenarlo, ella prueba en su presencia las medicinas y alimentos. Está en el quinto mes de embarazo. A la hora de la muerte de Felipe, estaba tan trastornada que quedó muda y no hizo ninguna demostración de dolor.
Entonces nace la leyenda de las aberraciones de un culto mortuorio de que se valieron los pintores y la fantasía de escritores de una reina demente con vestiduras de monja paseando de noche con tres obispos y unos frailes, el cadáver de Felipe en un ataúd, en procesión de antorchas flamantes por toda España.
Un cronista anónimo anota que llevado el cadáver a la Cartuja de Miraflores, Juana fue hasta allí e hizo abrir el féretro, desgarró el sudario y cubrió de besos los pies de Felipe. Otra versión dice que el día de Todos los Santos bajó a la cripta y ordenó al obispo de Burgos que hiciera abrir la caja mortuoria y tocó el cuerpo sin mayor emoción. Juan de Mariana explica que las veces que hizo abrir el ataúd era para comprobar que no se habían robado el cadáver para llevarlo a Flandes, así como se habían llevado su corazón.
Los últimos deseos de Felipe, de ser sepultado en Granada, trataba Juana de cumplirlos personalmente para lo cual iría hasta Andalucía al otro extremo de España, tal como había ocurrido con su madre Isabel cuyo cuerpo fue llevado de Medina del Campo a ese lugar, sitio de su triunfo en batalla contra los moros de Boabdil. El rey Fernando se oponía al deseo de Juana porque en Andalucía ella tenía muchos partidarios que respaldaban su derecho al trono.
La comitiva fúnebre transitaba de noche porque no era de buen recibo, en esa época, que una viuda se mostrara al público con un luto reciente. De Miraflores hizo jornada a Cavia, luego a Torquemada para alojarse en un convento de mujeres, pero cambió la decisión porque su guardia, compuesta por rudos soldados, podrían cometer algún desmán con las monjas en reclusión. Se fue entonces a Hornillos donde llegó con el canto de los gallos. De allí salió la perversa versión que Juana, celosa de las monjas con el cadáver de Felipe, había tomado camino en mitad de la noche. Allí le apremiaron los dolores de parto. Volvió a Tordesillas donde dio a luz a Catalina. Ya no pudo salir más. Quedó apresada en el castillo de allí, por orden del rey Fernando, el regente de su reino. El marqués de venia le hizo de cruel carcelero encerrándola en un aposento donde no llegaba la luz del sol. Sin comunicación quedó recluida por años.
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Nadie le informó de la muerte del rey Fernando ni del ascenso de su hijo Carlos al trono. El levantamiento de Juan de Padilla en el año de 1520 la liberó y le pidió encabezar la revuelta a lo que se negó porque antepuso su amor de madre a su propia libertad. Por eso rehusó firmar el decreto donde reasumía el mando como soberana de España, lo que suponía una rebelión contra su hijo. Victorioso Carlos por las armas contra los Comuneros, la volvió a encerrar. Más adelante éste rey ordenaría que la obligaran, aun con maltrato físico, a recibir los sacramentos. Murió a los 75 años, en 1555, con 47 de prisión en plena locura. En su lecho de agonía se negó a confesarse al serle administrada la extremaunción.
Los historiadores y profesionales de la mente en este siglo XXI, se esfuerzan por demostrar que Juana pudo tener alteraciones menores que se agravaron por los celos y el encierro hasta la plena locura, y que ella fue víctima de la ambición de su esposo, de su padre y después de su hijo. Aún no se ha cerrado el capítulo de esta historia triste, una de las más dolorosas de la madre patria.
Por Rodolfo Ortega Montero