MISCELÁNEA
Por Luis Augusto González Pimienta
Jamás había encontrado una definición tan escueta y al mismo tiempo tan precisa. Dice el diccionario de la Real Academia Española que discriminar es seleccionar excluyendo. En dos palabras está dicho todo. Algún rapto de vergüenza debieron tener los académicos por la dureza de su definición cuando agregaron una segunda acepción: “Dar trato de inferioridad a una persona o colectividad por motivos raciales, religiosos, políticos, etc.”
La historia está plagada de ejemplos de discriminación. El racismo, la xenofobia, la religión y las inclinaciones sexuales ocupan lugar preponderante. Quizá el caso más socorrido para ejemplificar la discriminación sea el antisemitismo extremo de los seguidores de Hitler que condujo al holocausto judío. Es un lugar común, casi una letanía, afirmar que toda discriminación es odiosa. Claro que lo es, y afecta de diversa manera al discriminado y al discriminador. Los mortifica en mayor o menor medida según el grado de coherencia que exista entre la prédica y la práctica del derecho a la igualdad.
Este prefacio tiene que ver con el curso que está siguiendo en el Congreso de la República un proyecto de ley que pretende aumentar la edad de retiro forzoso únicamente para los magistrados de las altas cortes y sus pares. El proyecto que camina por la Cámara de Representantes, sin contratiempos hasta ahora, intenta aumentar de 65 a 70 años la edad de retiro de esos funcionarios.
Guardadas las proporciones, es similar al caso de los permisos para ausentarse del lugar de trabajo que distingue entre magistrados y jueces. Los primeros tienen derecho a cinco días de permiso remunerado al mes, mientras que los segundos solo pueden pedir tres días. Sin requerir de conocimientos específicos se advierte al rompe la injusticia, porque la misma necesidad puede tener el inferior que el superior judicial. Piénsese en el servidor público que tiene inaplazable necesidad de trasladarse a otra ciudad, Bogotá por ejemplo, y que pierde mínimo un día de los tres del permiso en los traslados.
A lo anterior hay que sumarle que muchos magistrados hacen uso de ese derecho de manera permanente, es decir, todos los meses, mientras que los jueces lo hacen ocasionalmente. En algunas entidades estatales, como la Procuraduría General de la Nación, el asunto es más intolerable, puesto que el permiso no puede pedirse cuando se avecina un puente festivo, prohibición que no está en la ley.
Pero volvamos a nuestro tema. Incrementar la edad de retiro de los magistrados de las altas cortes es una bofetada para los demás miembros de la rama judicial, en tanto lleva implícito el reconocimiento de que la capacidad de discernimiento de los de arriba perdura, mientras que la de los de abajo se extingue. Aquellos estarían habilitados para juzgar hasta los 70 años, y estos solamente hasta los 65 años.
En el pasado, no tan lejano, se establecía que los magistrados de las altas cortes podrían mantenerse en sus cargos hasta la muerte, y se consideró un avance señalarles un período máximo de ocho años y la edad de retiro común de 65 años. Hoy se quiere echar atrás con un proyecto de ley que si no tiene su origen en la magistratura (el cura no se acuerda cuando fue sacristán), debe estar aupado por congresistas en trance de congraciarse con ella. En el entretanto, el ciudadano del montón se pregunta, ¿habrá alguna contraprestación a esta prebenda discriminatoria?