No me cabe la menor duda de que Dios nos crea y nos da la vida para ser buenas personas. Lo que pasa es que esto no siempre se cumple, por múltiples razones. Somos químicamente buenos, nacemos buenos. Sin embargo, dependiendo del caso, al enfrentar situaciones y conflictos sociales, vamos perdiendo esas ganas de hacer el bien y poco a poco pueden ganar las fuerzas que nos llevan a complejizar nuestras relaciones con los demás y aparece el conflicto.
Nadie dice que la vida sea fácil y esta, sin duda, es más difícil para unos que para otros. La lucha por sobrevivir, por salir adelante, por buscar el éxito, generan dinámicas que pueden desdibujar en el alma las razones por las que vinimos al mundo y es común que los valores con los que nacemos se vayan perdiendo en el camino. Fenómenos como el hambre, la delincuencia, la mendicidad, son muestra de la desigualdad entre las personas y por eso hay ladrones, sicarios, secuestradores, terroristas.
Dios hace su parte, pero el Estado también debe cumplir con la suya. La creación de oportunidades debe ser la prioridad de la política en esta época de tanta desigualdad. La fórmula es sencilla: las oportunidades se generan por medio de la creación de riqueza, sólo a través de esta creación de nuevos recursos puede financiarse un proyecto con énfasis social. Esa creación, que a su vez le provee recursos al Estado vía impuestos, solo puede darse con una estructura que fomente la libre empresa, que favorezca la seguridad jurídica, con un sector privado fuerte y robusto, que incorpore conceptos como el de la competitividad, la calidad en la producción de bienes y servicios y, de paso, que implemente políticas de remuneración justas y que premien los estudios, la experiencia y el trabajo bien hecho.
¿Ven que el tema es sencillo? Necesitamos, para lograrlo, acuerdos sociales de carácter nacional para fijar las reglas del juego y estimular este tipo de prácticas, que favorecen la movilidad social, el bienestar y el crecimiento económico.
Fíjense que, hasta ahora, en ningún momento hemos hablado de subsidios estatales; eso no soluciona el problema y sólo genera relaciones de dependencia que terminan siendo perversas y que van en contra de la sólidez económica de los individuos, da al traste con la meritocracia y la necesidad constante de estudiar y capacitarse para crear nuevo conocimiento y nuevas maneras de hacer las cosas, más eficientes y eficaces.
Pero cuando en una sociedad se implementan los subsidios, el Estado fomenta que los ciudadanos no se exijan, no crezcan en temas profesionales y personales y, por el contrario, construyan relaciones con el Estado basadas en el asistencialismo.
Los gobiernos que despliegan estos manejos capitalizan la pereza social, la incompetencia moral y la falta de deseo de crecer, por votos; sí señores, por votos. El asistencialismo tiene un precio: renunciar al voto consciente, puro y honesto, y asumir que, a cambio del voto por el mal llamado progresismo, no habrá que madrugar ni a estudiar ni a trabajar.
Nuestros jóvenes, que poco saben de historia y cuyos sueños se limitan a tener el celular más moderno y a pertenecer a un “parche” de amigos que tampoco madruga a producir, sienten que el Estado debe mantenerlos, que los ricos les deben porque son ricos a costa de quienes no lo son -es decir, a costa de ellos-, que la vida debe transcurrir sin enfrentar necesidades ni retos. Esta generación de cristal, a la que no se le puede exigir y que no permite que se le corrija o llame la atención, carece de amor propio y de deseos de salir adelante sustentando todo esto en una falta de oportunidades de las que son responsables los empresarios.
Pues falso de toda falsedad; a esta juventud lo que le hace falta son padres de familia exigentes, que cumplan con el cometido de preparar a sus hijos para la vida, de mostrarles que el trabajo y el esfuerzo se recompensan a través de los años, y sistemas educativos que no privilegien al vago, al que incumple, al deshonesto, al simplista.
Sólo así construiremos verdaderos ciudadanos de bien…
Por Jorge Eduardo Ávila