La doble moral que nos rige en todos los ámbitos y que raya con el cinismo se hizo viral por cuenta de un gracejo o charada del humorista costumbrista, Fabio Zuleta, que ofendió la cultura ancestral de la etnia wayuu. Llueven rayos y centellas, pero el buen humor con discreción y como resplandor de la mente hace que todas las cosas sean tolerables, y a todo señor, todo honor, tuvo la gallardía de enmendar su equivocación, sabido de que el peor error es no reconocerlo.
Las reacciones con una alta carga de show mediático no se hicieron esperar por el ultraje a la dignidad de la mujer guajira, con denuncias que asumen organizaciones indígenas, el procurador general de la nación, Fernando Carrillo, la ministra del Interior, Alicia Arango, la Onic y el mismo presidente de la República, Iván Duque Márquez.
“En los indios el hambre es curada con recetas de mendicidad, prostitución y robo”, subraya una premisa de Jorge Icaza, escritor ecuatoriano, realidad de la que no se puede sustraer el Gobierno colombiano, frente al sempiterno abandono de la península, territorio lacerado por la pobreza en medio de tanta riqueza.
Es la misma guajira, intervenida por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, en busca de protección a la etnia wayuu, cuya población infantíl se muere flagelada por la corrupción, la desnutrición y la carencia de agua potable.
Pagar la dote que en esta etnia se traduce en la entrega de especies, ganado, chivos, tierra o dinero en efectivo por la compra de la mujer wayuu es una costumbre arraigada en diferentes culturas, aunque eso no justifica denigrar o pisotear su honor, diferente es que se quiera petrificar o mirar con asombro lo que siempre ha sido visible, palpable y de dominio público, pero como siempre, se busca un chivo expiatorio para viralizar escándalos con saña y réditos de todo orden: comercial, político, empresarial, económico, publicitario, en fin, más en un país en el que la educación es de bajísima calidad, y según los estándares, menos del 1 % de la población lee en forma crítica, y es manipulada fácilmente, porque ‘traga entero’, no digiere y toma como verdad la mentira de los demás.
Redimir a la mujer wayuu, marginada en todos los tiempos y gobiernos, implica robustecer su cultura y proporcionarle una vida digna con el apego a derechos fundamentales al trabajo, la salud, etc., para no cederle espacios a la cosificación y al abuso sexual. Esa es la deuda histórica del Estado con la etnia wayuu. Cuando sea colmado ese clamor habrá respeto y dignidad para una raza estigmatizada y cosificada por retorcidos estándares de belleza.
Por qué exculpar a un Estado indolente con la suerte de una etnia en vía de extinción, donde no se cultivan cualidades, pero que es exigente en valores sin educación, a la sazón de una sociedad primigenia que expone sus atributos físicos a los perversos halagos de la mediocridad y la altanería.