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Día de los Muertos: un viaje entre la vida y la eternidad

La muerte en México se convierte en una vieja amiga. Foto: Unsplash.

La muerte, esa sombra que a veces parece querer asustarnos, en México se convierte en una vieja amiga. En sus calles, el 2 de noviembre no hay llanto ni susurros de pena; hay colores, aromas, y un retumbar de tambores que celebran la vida que no se apaga. Aunque en mi familia, gracias a Dios, aún no he tenido que despedir a un ser querido, el paso del tiempo me ha enseñado que ese momento puede estar cerca. Mis abuelas, las dos que son mi raíz y mi fuerza, ya se encuentran en esa etapa de la vida en la que, tarde o temprano, podrán emprender su propio viaje hacia el otro lado. Y, aunque me duele pensar en esa posibilidad, esta tradición me llena de esperanza de saber que, cuando ese día llegue, ellas no morirán realmente.

El Día de los Muertos tiene raíces profundas, un sincretismo que mezcla la devoción católica traída por los españoles y la reverencia indígena hacia la naturaleza y el ciclo de la vida. Los mexicanos han logrado lo que Gabriel García Márquez describiría como un realismo mágico palpable: convertir la muerte en una danza de flores y velas, en una ofrenda de maíz y pan que no es más que el anhelo de que, por unas horas, los que ya no están crucen el umbral y compartan con nosotros una última risa, un último suspiro. Al imaginar esa posibilidad, me reconforta saber que, si algún día mis abuelas cruzan ese puente, podré, en espíritu, invitarlas a regresar cada año para estar a mi lado, aunque sea en forma de un leve susurro o en el eco de una melodía de nuestra infancia.

En cada altar se encuentran los cuatro elementos —agua, tierra, fuego y aire— representados en ofrendas que honran lo que fue el alimento del alma y el cuerpo. Quizás, como en los tiempos antiguos, esas semillas, velas y papel picado sean puentes que unen dos mundos, dos universos que coexisten en la memoria colectiva de quienes aún vivimos.

No hay en Colombia una tradición como esta, pero hoy, aunque no coloco un altar en mi casa, en mi corazón hago espacio para aquellos que vinieron antes que yo y, en especial, para quienes aún están conmigo, pero a quienes algún día tendré que dejar ir. Honrar la memoria de nuestros antepasados, de nuestras abuelas, no es un privilegio exclusivo de quienes ya han dicho adiós; es un acto de gratitud, de comprensión de que somos parte de un río interminable de historias.

Que cada uno de nosotros, con flores o con oraciones, con fotografías o con recuerdos vagos, tenga siempre presente que la muerte no es el final, sino una transformación. Que, al igual que en México, podamos convertir la tristeza en alegría, el llanto en fiesta, y la ausencia en un amor inmortal que sigue iluminando nuestro camino. Y que yo, cuando mis abuelas crucen al otro lado, pueda sentir, en cada Día de los Muertos, que nunca realmente se han ido.

Por: Brenda Barbosa Arzuza.

Categories: Opinión
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