Tres velas de carabelas se avistaron en el horizonte marino aquel amanecer de octubre desde una playa de Guanahaní, la isla avizorada por Rodrigo de Triana, el marinero que trepado en el carajo de la nave capitana gritó: “Tierra a la vista”. Desde ese instante se convulsionó la historia del mundo.
En una vorágine de codicia, sangre y lujuria, se vinieron los castellanos de la conquista con caballos, armas de ruido y perros diestros en devorar indios vivos, en el afán de quemar aldeas, violar mujeres y recoger oro. Cadenas largas aprisionaban los cuellos de los cautivos con destino a Las Antillas para ser subastados como esclavos. A poco, buques llegaron con sus bodegones repujados de negros, apresados en los matorrales de África.
El Caribe, entonces, fue la caliente esquina del mundo donde en mayor suma se cumplió la metamorfosis asombrosa y violenta para fundir en una, tres venas genésicas que dieron fisonomía al nuevo hombre americano.
La gota de sangre blanca, del tronco indoeuropeo, nos vino con los hispanos que conquistaron con robos y depredaciones. Esa gota es la suma crecida de pueblos errabundos un milenio a.C., como los tartesios, vetones, vascos y cántabros que en el aquel pasado lejano se asentaron en la península ibérica. Después de esa combinación de pueblos blancos en usos y religiones primitivas, llegaron los fenicios (1100 y 800 a.C.) con sus barcos repletos de mercaderías de telas y abalorios, armando puertos y fundando ciudades como Gadir (Cádiz).
Se hicieron presente después los griegos dando nombre al territorio como Hispania (de onia, tierra de, e hispa, conejo) levantando poblaciones como Sexi (Almuñecar) y Abdera (Adra) y otros centros de tráfico comercial. Más luego los ejércitos cartagineses llegaron y conquistaron parte de España (siglo VI a.C.). Después el territorio se romaniza con la presencia de las legiones de los Césares (208 a.C. a 376 d.C.) imponiendo su latín, sus normas de derecho y su mezcla de sangre con los pueblos ya asentados allí, fundando ciudades como Sagunto, Mérida, Lugo, Segovia y muchas más.
Con la caída del imperio romano aparecen los vándalos, suevos y alanos, que provenían de Europa central sobrepujados por las hordas asiáticas de los hunos de Atila, y se quedaron también. Otros pueblos germánicos, los visigodos, irrumpen en el suelo español y fundan un reino cristiano de la secta herética del obispo Arrio, con centro en Toledo.
En el año 711 d.C., tribus semitas, los árabes del norte de África propician una invasión a España mandados Tarik, por el estrecho de Gibraltar (Gib al Tarik, o peñasco de Tarik) con el propósito de expandir por Europa la religión musulmana. Su dominio dura 800 años, tiempo en que los dispersos reinos cristianos que habían quedado, le disputan el recobro del territorio, lo que consiguen con la toma de Granada y la expulsión de Boabdil, el último rey Moro, el 2 de enero de 1492. Pocos meses después se descubre América.
La gota indígena es de procedencia asiática. Las investigaciones de etnólogos y antropólogos nos dicen que desde hace 19 mil años, tribus protomongolas, de siberianos y del norte de China, pasaron el puente de hielo que existía en la última glaciación en el estrecho de Bering que por Alaska unía Asia con América, tras la cacería de renos bisontes y mamuts. Luego se extendieron por el continente americano.
También los científicos de estos temas apuntan una migración escalonada de tribus de la Melanesia (Filipinas, Tonga, Samoa, Tahití) que por mar hicieron navegación en canoas guiándose por las estrellas, hasta alcanzar la costa de Perú, de donde se expandieron. Eran los primitivos maoríes, tunganos, niues, hawaianos, banjor, betaws, que nos llegaron por esa vía.
Una tercera migración gradual provine también de Oceanía (Australia y Nueva Zelanda) compuesta por tribus kaorí, murrí, neagor, yamatji, que arribaron a la Isla de Pascua y a la costa chilena.
Entonces la gota asiática de nuestros indígenas es toda la suma de esos pueblos remotos.
La gota negra llegó con el tráfico de esclavos. Tribus de etnias diferentes entre sí, que solo tenían de común el color oscuro de su piel, pues diferían en complexión corporal, forma del cráneo, estatura y cabello, usos, dialectos y dioses, fueron extraídos de los parajes africanos y traídos a los mercados negreros del Caribe.
Los contratos y licencias de la Casa de Contratación de Sevilla, por más de trescientos años, dio derecho a compañías portuguesas, inglesas, francesas y holandesas para cazar negros y traerlos esclavizados. Eran las llamadas “piezas de indias”, compuestas por muleques (niños) y mulecones (púberes) y adultos de ambos sexos.
Los barcos negreros traían sus cargazones de carne humana de lugares como Mozambique, Congo, Angola, Senegal, Santo Tomás, Cabo Verde, Sierra Leona y de otros lugares de África. Así nos llegaron los fulupas, lucumíes, carabalíes, balantas, congos, angolas, bantúes, ararás, minas, biáfaras, zulúes, bañolas, mandingas, etc.
La gota negra es la combinación de todas esas etnias distintas que por unión sexual se hicieron una sola en el suelo de América.
Hecha esta apretada síntesis, preguntamos: ¿Cuál raza?
De un amasijo de razas somos aquí. De los hispanos rapaces y jactanciosos, devotos de sus crucifijos hasta el fanatismo. De los indios taciturnos e indolentes que llevan en el alma la punzada del despojo, pues de su gran patria india sólo quedó el carrizo y la zampoña de cañaboba cuyas notas quejumbrosas aún salen en un hilo muriente de las serranías como un lamento fatalista por el arrasamiento de la estirpe.
Somos hijos también de los negros bozales cazados en la manigua africana para una dolorosa servidumbre de todas las horas, ya que ninguna raza fue tan perseguida y atormentada, porque en veleros de martirios llegaron a las playas del Caribe y con sudor de sus sienes y sangre de sus cuerpos regaron los flancos de la geografía, y por todos los rumbos, cada piedra de nuestros caminos de herradura, cada adobe de las casa señoriales, cada socavón de las minas, bautizado está con el llanto de sus pupilas extranjeras.
Aquí en el telón vibrátil de la selva y los pliegues de la serranía de América Latina, en una hora de la historia se fundió en un solo enredo vital los jirones de todas las sangres del mundo, porque somos eso: retazos de bastardías, retorcidos flecos de todas las culturas del orbe. Tenemos el atavismo de todas las civilizaciones y barbaries porque estamos a medio camino de la choza y del castillo, del tótem y de la cruz, del timbal y de la castañuela, del incienso y de la bija, de la campana y la caracola, del palacio y del palenque del negro cimarrón, de la flecha y del arcabuz.
Apenas hay un proceso de formación de nuestra unidad sanguínea, proceso que durará 500 años o el milenio, cuando la fusión de las tres gotas sea total y que no haya minorías negras o indígenas aisladas. Cuando seamos uno, podemos hablar de un grupo nuevo que sería, al decir del pensador mexicano Vasconcelos, la raza de todas las razas, la raza cósmica.
Por: Rodolfo Ortega Montero