“La meta está en lo eterno…”. La religión es un fenómeno humano que nace del deseo de eternidad latente en el corazón del hombre. El cristianismo es una filosofía de vida que nace de la iniciativa de Dios, que decidió enviar a su Hijo al mundo para que, muriendo en una cruz, nos enseñara lo que es el amor. Son cosas diferentes aunque en numerosas circunstancias (históricas y actuales) no sean fácilmente distinguidas. ¿Es el cristianismo una religión? A mi modo de ver, esta es una discusión estéril. El ser humano es naturalmente religioso y busca vivir, del alguna manera, esa dimensión suya, aunque sea ateo. Por otra parte, en nuestros días es muy fácil llamar cristianismo a lo que no lo es. Las consecuencias salidas de estas afirmaciones nos darían tema para una acalorada charla de larga duración.
Sea que usted se piense cristiano, que tenga conciencia de ser religioso aunque ninguna religión lo llene (y por tanto no lo cuenten entre sus adeptos), o que sencillamente haya decidido renunciar a la idea de Dios, tenga por cierto que lleva dentro un deseo enorme que le desborda y que desborda incluso el mundo mismo en el que usted vive: la felicidad. La búsqueda de este precioso bien ha marcado y marcará la vida de todos aquellos que creemos pertenecer a la raza humana. Queremos ser felices, punto.
Sin embargo, a menudo constatamos que nuestras ansias de felicidad se estrellan contra el implacable muro de la realidad. ¿Cómo puede ser uno feliz sin un empleo digno cuyo salario le garantice el cubrimiento de las necesidades básicas y cuyo excedente garantice el merecido y necesario ocio? ¿Cómo puede uno ser feliz con políticos y dirigentes corruptos, “malnacidos” (perdón por la palabra, merecen una más fuerte) que se roban el dinero de la alimentación escolar, mientras los niños se mueren de hambre? ¿Cómo puede ser uno feliz con la pobreza, la inseguridad, la soledad, el abandono de los padres, la indiferencia de los hijos, la enfermedad, la vejez, la muerte? Parece imposible. Pero aún si lográramos tener todo aquello que deseamos y evitar todo lo indeseado (me refiero a lo que en cierta forma depende de nosotros), quedaría aún un deseo imposible de satisfacer sin la visión trascendente: el deseo de vivir.
En normales condiciones los seres humanos queremos extender nuestra vida lo más posible. Las causas que hacen a un hombre desear la muerte deben ser analizadas con detenimiento, sean de la índole que sean. Queremos vivir, pero nuestra vida corre inexorablemente hacia la muerte y el constante “tic tac” del reloj nos recuerda que, muy a pesar nuestro, no somos eternos. La Ascensión del Resucitado al cielo puede arrojar luz sobre nuestro laberinto, toda vez que se considere que su muerte no es otra cosa sino la apertura de un camino hacia la eternidad deseada. Como Jesús murió todos moriremos, como Él resucitó a una vida mejor también nosotros estamos llamados a hacerlo. Si usted no es religioso, busque entonces algo a lo que aferrar su vida; yo, por mi parte, creo firmemente que “Nuestro destino no se halla aquí…”. Feliz domingo.