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Después de todo, felicidad

He tomado para título de esta reseña una frase del libro de cuentos Demasiada felicidad (2009), de la escritora canadiense, premio Nobel de Literatura 2013, Alice Munro (1931-2024). La frase interpreta bien la notable contribución de Munro al bienestar espiritual y material de la humanidad. Conforman la obra (Lumen, 2013) diez cuentos, en cuya urdimbre interior se configura la felicidad como ideal utópico. 


Antes de seguirle el rastro a la utopía, vale la pena conocer algunos rasgos personales de Alice Munro. Su opción por el cuento (la “Chejov canadiense”, le decían) hizo que Munro nunca pensara en consagrarse algún día nobel de Literatura. Cuentos, no novelas. “Eso ya supone una decepción, (que) parece mermar toda autoridad al libro…”, es como quedarse en el umbral de la literatura. Y para borrarse cualquier oportunidad, cometió el pecado de renunciar al orgullo y la pedantería intelectual. Pero, fíjense, esa aparente flaqueza llamó la atención de los académicos de Estocolmo. 


Valoraron su capacidad de saber vivir cada día conforme se presenta. Desde esa perspectiva convirtió en virtud la negación de lo que para el siglo XIX era un inamovible narrativo, el riguroso registro del tiempo: horas, días, meses, años… Esa nemotecnia cronológica la resolvió con dobles espacios o enumeración de pequeños capítulos. En el imprevisible devenir de los días, era suficiente «casarse en primavera», «soñar con 1871», «eso fue hace tiempo», «al cabo de un rato», «supone que debe ser cerca de la media noche», «¿a qué día estamos?». A la postre, el efecto de esa técnica muta en tono de verosímil familiaridad con el lector.


Con análogo estilo, nuestra narradora valora la vivencia humana con el rasero de la simplicidad, lo mismo la vida que la muerte. Y nos habla de esas cosas que suelen alegrar a la gente, como un bello día, o las flores, o el olor de una panadería. Como quien dice, la vida puede ser plena sin fama y sin el éxito monumental. Así de simple, Alice Munro nos presenta ante la muerte como naturales pasajeros que llanamente llegamos a ese destino: «Sylvia se llevó al señor Crozier a una casita alquilada junto al lago, donde él murió poco antes de que cayeran las hojas». O, «El domingo estaba peor / El lunes Sofía le pidió a Teresa Gulden que cuidara de Fufu / Teresa creyó oír decir que decía: “Demasiada felicidad”. / Murió alrededor de las cuatro». Nos habla Munro de los pocos, o ningún apego, con que se debería resolver el pulso de la vida.  


Pero hay rutinas humanas que atraviesan palos a una llegada apacible de la muerte, son innumerables apegos en busca de espejismos etiquetados de bienestar, riqueza, reconocimiento… A veces la narradora parece pensar en Colombia: «No para de imaginarse el buldócer y los troncos con cadenas, las grandes pilas de troncos en los campos, los hombres con motosierras. Así es como hacen las cosas hoy en día. Al por mayor».  


Los políticos se desgastan en mezquinas peleas, y las reales y funcionales propuestas de gobierno se dejan de lado. En tanto que, la literatura, avizora liberadoras utopías que emanan de plumas visionarias, al modo de Alice Munro: «Había un nuevo programa de gobierno, según el cual a él le pagarían cierta cantidad por enseñar a una persona, y esa persona cobraría lo suficiente para vivir mientras aprendía». Y unos mínimos éticos para la sana convivencia: «la honestidad, la bondad y los pensamientos puros en nuestra vida cotidiana, y la promesa de no beber ni fumar cuando fuéramos mayores». Pero eso, en la ironía estética de Alice Munro, “es demasiada felicidad”.

Por Donaldo Mendoza

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