Apenas el sol del amanecer moreteaba los confusos perfiles de los cerros, ya había un gentío de varones cubiertos con ruanas y de mujeres con amplios pañolones negros que venían de sus barriadas para estar presentes en la ejecución.
Un piquete de soldados con fusiles en bandolera custodiaba las esquinas de la Plaza Mayor impidiendo el paso por ella. Serían treinta y ocho personas que pasarían las balas republicanas ese 10 de octubre de 1819, entre ellos veinticinco españoles del ejército del rey, cinco granadinos, cinco venezolanos, un ecuatoriano, un guayanés y un portorriqueño.
La gente apretujada en las bocacalles que daba a la plaza hacía comentarios groseros de los que irían al último suplicio; algunos puñetazos hubo cuando alguien disentía de ese baño inútil de sangre. Caería allí José María Barreiro
Majón, el general chapetón capturado en Boyacá, dos meses hacía. Veinticinco abriles tendría apenas cuando subiría los escaños del cadalso para dar cara al pelotón de fusileros. Su malaventura comenzó el 7 de agosto cuando su tropa cansada de una jornada por el páramo de Cómbita pasando por Motavita, llegó a la segunda hora de la tarde a ese campo para tomar un descanso en el cual se ordenó servir el almuerzo a sus hombres extenuados y hambrientos, cuando fueron sorprendidos por un movimiento envolvente de los insurgentes que le taponaron el camino a la capital. Se hizo inminente la derrota. Fue cuando su caballería huyó dejándolo abandonado a su destino.
Buscando pastura para “el Muchacho”, el caballo guajiro de su amo, Simón Bolívar, a quien servía como mozo de cuadra, Pedro Pascasio Martínez, de trece años, se había alejado del campamento con el Negro José, otro joven, armados de un fusil y una lanza para cubrir cualquier imprevisto. El hacendado Juan José Leiva, en Belén de Cerinza lo había cedido al general Bolívar, días antes, cuando éste se alojó en la casona de latifundio. En una covacha estrecha entre peñascos que había labrado el río Teatinos, los dos soldados campesinos encontraron el escondite de Barreiro y de otro oficial chapetón.
Los dos oficiales descubiertos desnudaron sus sables aprestándose al ataque. Un tiro de fusil disparado por el negrito José, se llevó la vida del oficial, y la punta del lanzón de Pedro Pascasio se fijó amenazante en la garganta del general Barreiro. Impotente entonces, el General tomó de su cinto una faja con onzas de oro y lo ofreció como precio de su libertad. “Siga o lo arreamos”, fue la dura réplica del jovenzuelo boyacense.
Grande sorpresa se dibujó en el rostro del general Bolívar cuando en la Casa de Teja donde estaba reunido con su Estado Mayor, se presentó su caballerizo con un oficial enemigo de alta graduación a juzgar por los alamares bordados de su casaca. El Libertador, preguntó de inmediato al cautivo: “¿Quién es usted?”.
Respondió el interpelado: “Soy José María Barreiro, comandante de la Tercera División del Ejército del Rey.
Ante tal revelación, Salvador Salcedo, el soldado de caballería que en el combate de primero había pasado el puente de Boyacá, quiso agredirlo con su sable, pero un grito seco de Bolívar atajó las ansias de sangre que quería saciar en el cautivo indefenso.
Hubo entonces un diálogo con frases corteses entre los dos generales por un rato. Dispuso Bolívar un trato decente para el prisionero y con frases afables se despidió de Barreiro haciéndole un saludo militar. Para pasar la noche, sobre un potro de trocha, Simón Bolívar tomó entonces los rumbos de Ventaquemada.
Un ascenso a sargento, una gratificación de cien pesos ordenó su jefe Simón para Pedro Pascasio, y después una licencia para que regresara a su mundo de apriscos y labranzas en Belén de Cerinza, en donde se disolvió su existencia anónima y sufrida de leñador y carguero, hasta su muerte en 1885, esperando en su rancho de vara en tierra, una pensión militar que nunca llegó.
Al día seguido de la victoria, no bien había amanecido cuando el general Bolívar se fue a un corral que habían llenado con heridos y prisioneros del combate del día anterior. Allí descubrió a José Fernández Vignoni, quien tenía una vieja deuda con él, porque lo había traicionado años antes en 1812, entregando la plaza de Puerto Cabello, en la Capitanía de Venezuela, a los soldados del rey. De la solera de una casa lo hizo ahorcar a la vista de todos. Al otro día hizo alto en Gachancipá y allí encontró al piquete que conducía prisionero a Barreiro. Lo invitó a almorzar, y en una fluida conversación entre esos dos enemigos de armas, supo Bolívar que su joven cautivo era de Cádiz, que tenía poca experiencia de mando, que era soltero, que su único pariente era su madre que residía en España, y que era su hermano francmasón.
José María Barreiro fue recluido con sus oficiales en Las Aulas, una edificación vieja, diagonal a la torre de la Catedral, con un trato deferente y amistoso. Se le permitían visitas, entre ellas las de unas damas santafereñas atraídas por su buen parecido y estampa de varón, lo que le había valido el mote de “el Adonis de Santafé”. Hasta un médico lo asistía en sus crisis de fiebres frías de paludismo que se había aposentado en su cuerpo, en sus correrías guerreras combatiendo la insurgencia patriota.
Por la pequeña urbe de Santafé corría el comentario que el general Bolívar había escrito al fugitivo virrey Sámano, fugado a Cartagena, con la propuesta de un canje de prisioneros, pero éste no había contestado porque no quiso o porque nunca recibió el pliego.
Una ausencia de Bolívar hacia Venezuela con mucha tropa dio ocasión a que el general Francisco de Paula Santander y Omaña, asumiera el mando del poder ejecutivo como Vicepresidente que era. Un sentimiento de crítica existía entre la gente de Santafé contra este militar de carácter frío y relamido a quien el mismo Bolívar le había impuesto el mote de “Casandro”; los venezolanos que le tenían ojeriza lo llamaban “Trabuco” y los llaneros lo ridiculizaban por su apego a las leyes con el calificativo de “soldadito de pluma”.
Se hablaba entonces por las calles de una conjura para liberar a los presos; que habría un levantamiento que aplastaría a la poca tropa que quedaba en los cuarteles. La situación cambió para los detenidos a quienes se les prohibió recibir visitas y recados, se les puso grilletes y guardias de vista doblándoseles la ración de municiones.
A pesar de que el general Barreiro no era odiado por la chusma santafereña, aún había brasas encendidas por un fusilamiento de patriotas que ordenó en el paso de La Ramada, sobre el río Sogamoso, lo que fue creando entre la gente un aire de desquite.
Cuando cambió la situación de los recluidos, Barreiro solicitó por varias veces una entrevista con el general Santander, lo que le fue negada. Entonces, optó por enviarle sus preseas y símbolos para identificarse ante él como su hermano masón, a lo que respondió el general cucuteño que “la patria estaba por encima de las logias”.
Llegó la fatídica fecha. Los cautivos apenas se desperezaban de sus camas sin sospechar que un día antes habían sido condenados a morir por un simple plumazo del Vicepresidente. Eran los últimos estertores de “la guerra a muerte” que años antes, en Trujillo, había decretado Simón Bolívar.
El coronel Manuel Manrique, acompañado de una comitiva de frailes, llegó al cuartel donde estaban los presos. El primer calabozo que visitó fue donde se encontraba Barreiro y los coroneles Francisco Jiménez y Antonio Galluzo. Después de un saludo cortés, con frases condolidas, les manifestó que debían prepararse para morir en dos horas. El general Barreiro tuvo en esos momentos la sangre fría para no demudarse y dar unos cumplidos al coronel que le llevaba tan desdichada noticia. Pronto, treinta y ocho individuos de rodillas eran oídos en confesión por los frailes que les ayudaban a enfrentar el espantoso trance de la muerte.
La tropa de la plaza mantenía una formación de escuadra. Las campanas de todos los templos y conventos doblaban a funeral. De cuatro en cuatro subían al patíbulo los condenados. Entre los primeros estaba el general Barreiro y el coronel Jiménez. El General vestía una cazadora azul de húsar que llaman dolmán. Al dar frente al pelotón de fusileros, gritó con voz ronca, un “viva a España”. Los perdigones disparados a quemarropa le destrozaron la cara.
El lento suplicio de fusilar de cuatro en cuatro dura tres largas horas. Ya al final fallaban las balas. El subteniente español, Bernardo Labrador, pidió un tiro de gracia, pero un soldado le hundió una daga en el vientre. Así sangrando acometió a golpes al soldado que lo había herido y la tropa se le vino encima, pasándolo con las bayonetas.
Un español, furibundo realista, Juan Francisco Malpica, desde el altozano de la Catedral protestó gritando: “Atrás vendrán los que enderezan las cargas”. El general Santander que a la distancia presenciaba las ejecuciones saboreando un pocillo con infusión de cacao, ordenó que lo sumaran a la fila de los condenados a muerte. A las diez de la mañana la plaza estaba llena de sangre. Los cuerpos caídos fueron recogidos en carretas hacia una fosa común en las afueras de la ciudad.
Simón Bolívar, cuando tuvo noticias de estos hechos, terminó por aceptarlos como un suceso cumplido, pero hizo un reproche epistolar a su Vicepresidente, poniendo de presente que “sin duda la reputación de ambos padecería”.
Las logias de Nueva Granada y del mundo, nunca perdonaron ese acto de un masón contra otro, vencido y preso, a quien no correspondía por ese hecho el apelativo del “Hombre de las Leyes”.
Apaciguado así el fervor patriotero de la chusma santafereña, ésta se disolvió callada entre las callejuelas por donde había venido, con los retumbos aún en sus oídos de las fatídicas descargas que enloquecieron el vuelo de las palomas ese día en que un manchón cayó sobre unos renglones de ayer, cuando nacía la República.