Esta columna no es un tratado de biología, pero se me hace necesario esbozar algunos conceptos para sustentar una tesis sobre el mestizaje latinoamericano bien recordado los doce de octubre. Esta fusión sanguínea entre los conquistadores ibéricos y los aborígenes del nuevo mundo, conocido después como América, fue un acto salvaje, irresponsable y anticientífico por parte de los imperios hispano y lusitano.
Para esas calendas, estaban lejos de conocerse la taxonomía de Linneo y la teoría de la evolución de las especies de Darwin ocurridas a mediados de los siglos XVIII y XIX, respectivamente. No era posible saber si europeos, africanos y aborígenes eran o no de la misma especie para poder garantizar compatibilidades genéticas en cuanto al número de cromosomas de cada par comprometido con la fertilidad y características de la descendencia. Linneo clasifica a los seres vivos en siete niveles, desde el reino hasta la especie que es la división inferior; dos especímenes pueden compartir seis de estos grados de semejanza, pero si son de diferentes especies, ya no son iguales y podrían tener complicaciones de fertilidad.
Ejemplo, el burro, el caballo y la cebra son iguales hasta el género, penúltima identidad que es el Equus, pero el burro es equus africanus, el caballo equus caballus y la cebra equus zebra. ¿Cuál es la diferencia genética entre burros y caballos, por ejemplo? El burro tiene 62 cromosomas y el caballo 64 y del cruce de estos dos ejemplares resulta la mula, un híbrido con 63 cromosomas, 31 aportados por el burro y 32 por el caballo, un número impar que no le permitiría reproducirse pese a que tiene todo su aparato reproductor completo, pero no puede entregar un número par de gametos al momento de aparearse. Claro, están documentados más de 60 casos de partos de mulas, la mayor parte por transferencia de embriones, pero también por el sistema natural cuando la mula, eventualmente podría dar 32 gametos. Estas circunstancias no eran conocidas por el invasor conquistador. Los resultados de la violación de las nativas primero y el cruce con africanas después, no estaban previstos ni sospechados.
Por eso creo que aquí lo que tuvimos fue un gran laboratorio de cruces genéticos que hubieran podido alterar la suerte de varias generaciones; la conquista y colonia, más que un vasallaje, fueron una frenética y antiética conducta de los advenedizos; hoy somos una sociedad fruto del estupro y no del amor. No tuvimos consecuencias genéticas físicas, pero sí sociales y económicas de gran envergadura y perdurabilidad. Quizás, nuestro subdesarrollo se deba, en parte, a ese atavismo de cruzamientos que ha generado altos grados de segregación y discriminación racial; en Colombia tenemos seis estratos, pero muchos se creen cien. Los nativos, que fueron los dueños de la tierra, ya hoy no la tienen porque han sido desplazados; la comunidad afro que trajeron para trabajar, siguen con el mismo rol.
En muchas partes del llamado primer mundo nos siguen creyendo bárbaros, pese a que las mayores expresiones de barbarismo las han tenido ellos. No tener una identidad étnica es causa permanente de prevenciones y disociación; ser mestizos en grados no determinados no nos permite ser Nación pese a que nos han dorado la píldora con el argumento de que somos la “raza cósmica”. Colombia es un país de nacionalidades que se expresan desde los territorios, cada uno de los cuales tiene sus propias cuitas. Tenemos 65 lenguas o tal vez más cuyos contenidos y sentimientos culturales ignoramos y ninguna de ellas hablamos, sino la impuesta por el conquistador, más su credo; así no es fácil entenderse. Llevamos en nuestro ADN un coctel de agregados: la codicia y perversidad del conquistador, la indolencia del africano y la aguerrida tendencia de los aborígenes a no ser conquistados. Nuestra multietnia aún no se ha estabilizado, somos un volcán en erupción.
Por Luis Napoleón de Armas P.
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