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Delante de Jesús

Hacía unos minutos el sol había descendido completamente y Jesús decidió entonces que era momento de retirarse a solas para orar. Estas escenas eran frecuentes en la vida del carpintero – maestro. A menudo, luego de un ajetreado día de prédicas, peleas y curaciones, se marchaba a la cima de un monte para pasar allí la noche a solas con su Padre. No hay más detalles. A solas con Dios. El hijo se encontraba con su padre en la más profunda y tranquila intimidad, el Dios hijo hecho hombre se fundía en un abrazo con el Dios padre inmutable. Yo, miserable mortal, siento gustar la eternidad en el abrazo de mi hijo después de un día de trabajo, pero no alcanzo ni siquiera a imaginar la profundidad del encuentro de Jesús con el Creador…

Normalmente, luego de una de esas noches en la cima del monte, se relata en el evangelio un acontecimiento cargado de particular intensidad. En esta ocasión, aún de madrugada, el Maestro se dirije al templo. Allí le espera una multitud. Su fama ha crecido de tal manera que nutridos grupos lo buscan, ya sea para escuchar sus enseñanzas, ser testigos de sus milagros u objeto de los mismos. Jesús se sienta, la multitud se acerca y comenza el discurso. Normalmente los evangelistas narran con detalle los discursos de Jesús, pero esta vez no se dice nada de ello.

Intencionalmente el escritor dirige la atención del lector hacia la escena que está a punto de ocurrir. Jesús sentado, enseñando; un grupo grande de seguidores, todos atentos; la madrugada; el silencio; el atrio del templo. Todos estos, detalles que no deben pasar inadvertidos.

De repente un grupo se acerca, Jesús interrumpe su discurso. Por las vestiduras se adivina de quienes se trata. Son Escribas y Fariseos. Los primeros han dedicado su vida entera a la transcripción de los textos sagrados y, por tanto, los conocen a la perfección. Los segundos han gastado sus días en el estudio e interpretación de las mismas escrituras y, por tanto, se arrogan el título de maestros. Traen a empujones y entre improperios a una mujer que llora y cuyos vestidos están desgarrados. Sin duda se trata de una mujer que ha cometido algún delito. Las piedras en las manos de quienes la rodean hacen notar que la sentencia está dictada.

Un último empujón, una última caída, una última humillación antes de que las piedras hicieran correr la sangre. Una última prueba para el Nazareno, que permanecía sentado, callado, con los ojos fijos en el suelo. La ironía se adivinaba en la voz de quien rompió el silencio para decir: “Maestro, esta mujer fue sorprendida en flagrancia con un hombre que no es su esposo. Moisés nos ordenó en la ley lapidar a estas mujeres. ¿Tú qué opinas?”. Jesús parecía no escuchar. Se inclinó un poco más y escribía con el dedo en la tierra. ¿Qué escribía? El evangelista no lo dice. Algunos intérpretes afirman que escribía en el suelo los pecados de los acusadores. Yo, por mi parte, me inclino a pensar que escribía los mandamientos. Con ello promovía la reflexión sobre sí mismos en aquellos que ahora se mostraban tan dispuestos a aplicar el rigor de la ley en otros. En efecto, ¿Qué ser humano hay que encarne a la perfección los mandatos de Dios? ¿Quién osa excluirse a sí mismo de la lista de los transgresores? Nadie es inocente y, por tanto, nadie puede juzgar. ¡Nadie!

La voz insiste, la mujer solloza mientras cubre con sus manos el rostro, los presentes están petrificados, no se atreven siquiera a pestañear. Jesús se incorpora y sentencia: “Quien esté libre de pecado que lance la primera piedra”, y vuelve a escribir en el suelo. Todos se van, uno a uno, comenzando por los de mayor edad. Quedan solos Jesús y la mujer. Alguien aún permanece ante ella, así que la sentencia es aún posible. Pero el único que en realidad podía juzgarla, se levanta, se acerca, la toma de las manos, seca sus lágrimas, la mira a los ojos y, con misericordia, le dice: “Mujer, ¿Dónde están los que te condenaban?” Ella mira a su alrederor y, constata que no hay nadie más. “Se han ido, Señor”. Y rompe nuevamente a llorar, esta vez por sentirse objeto del perdón. Jesús sentencia: “Yo tampoco te condeno. Vete en paz”. Feliz domingo.

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