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¿Decretitis dictatorial?

Llama la atención la escasa reacción de la opinión pública respecto a la avalancha de 34 decretos-ley emitidos por el Gobierno gracias a las inmensas facultades extraordinarias que le concedió, sin discusión alguna, un Congreso que ha perdido toda autonomía.  En esta columna quiero referirme a algunos de estos decretos-ley emitidos en un fin de semana, que suponen un asalto a la democracia, a la institucionalidad y al deber ser:

– D. L. 883: Vulnera el equilibrio de poderes, al modificar el Estatuto Tributario, para incluir a las empresas mineras y de explotación de hidrocarburos en exenciones tributarias, cuando estas facultades son exclusivas del Congreso de la República y son indelegables. Omite, además, el mecanismo de consulta previa para comunidades afro e indígenas y de consultas populares en los municipios, muy en la línea de este gobierno, que desconoce el mecanismo básico de participación directa de las comunidades a través del voto (recordemos el plebiscito). Además, ¿qué tiene que ver esto con el posconflicto o con los acuerdos?

– D. L. 884: Centra los esfuerzos estatales de electrificación rural en unos pocos municipios y deja aplazada la electrificación de los demás. La inversión de todo el presupuesto del posconflicto no puede ser asignada de manera inequitativa, dejando en el abandono a tantísimos municipios que tienen derecho a inversiones mínimas, como la electrificación.

– D. L. 889: Modifica el Reglamento de la Corte Constitucional, que, por Constitución, es de autonomía exclusiva de la Corte. Esta injerencia inaceptable del Gobierno en el funcionamiento de la Corte transgrede, nuevamente, el equilibrio de poderes, esta vez en detrimento de la autonomía de la Rama Judicial.

– D. L. 893: Supuestamente encaminado al desarrollo con enfoque territorial, hipoteca, por diez años, el presupuesto de los gobiernos próximos y viola, por lo tanto, la autonomía de los gobernantes elegidos. Pone en riesgo la sostenibilidad de la deuda y el crecimiento económico. El Ejecutivo abusa de sus “facultades extraordinarias”, esta vez para decidir sobre las vigencias futuras, sin haber siquiera pasado por el Congreso.

– D. L. 896: Crea unas instancias responsables de la ejecución del Programa Nacional de Sustitución de Cultivos, pero no define quiénes las integrarán, dejando el riesgo de que sean conformadas por delegados de las Farc. A causa de este proceso con las Farc, Colombia ha llegado a una cifra récord mundial de 180.000 hectáreas de sembrados de coca. Ahora, con estas disposiciones, las Farc controlarían dichas hectáreas, ya no sólo a la sombra, sino oficialmente, legitimados por un procedimiento que exige el beneplácito de las entidades que representan a este grupo criminal, para la concesión en las comunidades de cualquier beneficio referente a la política de sustitución.

– D. L. 900: Viola la reserva legislativa en materia de asuntos penales que tiene el Congreso. Amplía la suspensión de las órdenes de captura de los integrantes de las Farc y suspende las medidas de aseguramiento, aún por fuera de las zonas transitorias y aun cuando ya dichas zonas hubieren dejado de existir.

Por lo demás, el decreto es inconstitucional, pues viola la sentencia C-48 de 2001, que estipula que estas medidas de suspensión tienen que ser excepcionales.

La Constitución ordena que toda facultad extraordinaria debe ser de materia restringida, para evitar la sustitución de las facultades legislativas del Congreso. Pero, en esta ocasión, se dio vía libre al Gobierno para “legislar de oficio” sobre todas las materias.  De este modo, se hirió con mayor sevicia el equilibrio de poderes que, durante este gobierno, ha estado agonizante. Con el solo análisis de estos decretos-ley, se ve cómo el presidencialismo colombiano está desbordado, usurpando territorios de las ramas judicial, legislativa y electoral, hasta niveles de los que ni siquiera Chávez gozó en su momento. Con desosiego, debemos recordar que esta suerte de facultades extraordinarias para el Jefe del Estado han sido comunes en todas las dictaduras.

Por Sofía Gaviria Correa

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