Detrás de sus ojos chinos, que siempre quedaban completamente anulados por su franca sonrisa, estaba una de las voces más auténticas de la literatura colombiana, y también, uno de los caribes más prodigiosos que todos hayamos conocido. Siempre me asombró la pertinencia de su palabra en cualquier contexto, la manera sintética y diáfana como escalaba en la conversación para hacer de una anécdota, un ejemplo o una circunstancia, una reflexión profunda sobre las maneras de narrar, la búsqueda de lo poético, la construcción de una obra o la mirada sobre el mundo. Los temas para él, por supuesto, era todos; pero de todas las veces que lo escuché y de las que compartimos mesa, nada fue más encantador que escucharlo hablar de sus libros y la creación. Era un hombre de su época parado frente a la orilla de todo el mar de la condición humana, observándola con minucia y sin distracciones.
Cartagena es el mundo de su narración. En la periferia, en el centro de la amurallada, en sus barrios, encontramos a personajes creados con gran filigrana. Esto es algo que eleva a la gran literatura: el carácter de los personajes. No basta verlos por ahí, lo verdaderamente literario es crearlos. Cada uno de ellos, los que vienen de los cuentos y que también reconocemos en sus siete novelas, han sido traídos al mundo, sacados a la existencia desde una elaboración coherente con su oficio, sus condiciones de vida, su manera de amar. Ramón Caparroso, Arinta Durán, el Beny, el Michi Sarmiento, Germania de la Concepción Cochero, Lácides Joaquín de Mier y Madrid, son sus personajes más viejos, de los primeros libros. Todo comenzó con Lo Amador, donde se entretejen las vidas de los normales y marginales: una prostituta, un mecánico, una modista, una reina, un obrero, todos en medio de los patios y las calles de una Cartagena que vive en la tensión entre la provincia y la vida moderna. Allí confluye simplemente la vida, las ilusiones y su abandono, el fracaso como pan diario, no grandes fracasos, los simples, los que tiene la mayoría; también la alegría primaria y el día a día donde el lector reconoce lo extraordinario justamente en la realidad de lo narrado.
Durante años entre uno y otro libro me sigo quedando con esta verdad en las páginas de Quiero es Cantar: “Sin pretender hacer un elogio de la dificultad, me pongo a pensar si esa resistencia de los días, si esos obstáculos que uno encuentra a cada paso para hacer lo que uno quiere, no será sustancia de la canción; parte del mecanismo que la hace posible. Me da miedo que las facilidades, la ausencia de la adversidad empecinada, arruinen lo que yo quiero componer y que ahora extraigo con jirones de mí”. Mi adversidad encontrará respuestas cada vez que te vuelva a leer, Roberto Burgos Cantor.
Por María Angélica Pumarejo