MISCELÁNEA
Por Luis Augusto González Pimienta
Siempre que se piensa en la traición y en los traidores se acude a la figura de Judas Iscariote para ejemplificar el concepto. Ese caso y el de Bruto con Julio César son los más citados por los autores. Pero no son los únicos y ni siquiera los primeros. Ya Caín había sido infiel a toda forma de principios cuando eliminó a su hermano Abel.
A partir de “El Príncipe” de Maquiavelo la traición se vuelve cartilla para los aprendices de la política, no obstante la afirmación del escritor florentino de que es el único acto de los hombres que no se justifica. De manera que la figura del transfuguismo o ‘voltearepismo’ modernos no debe sorprender a nadie. Es tan frecuente que los legisladores colombianos la convirtieron en ley positiva con una limitación temporal. Está fresco el recuerdo de la desbandada ocurrida con ocasión de las elecciones de marzo de 2010 cuando cada político buscó ubicación (algunos regresaron a sus orígenes, otros conformaron nuevas colectividades), luego de haber pertenecido a pequeñas agrupaciones o partidos de garaje.
Esa idea fija de que la traición es propia de la clase política se nubla con solo echar una mirada retrospectiva a otros casos. Por ejemplo, La Malinche traicionó a su pueblo indígena por amor al conquistador Hernán Cortés, aunque algunos autores incluyen el componente de la ambición como factor determinante de su deslealtad.
Son muchas las alusiones a la traición tanto en la historia como en la literatura. En la Biblia se refiere el caso de Sansón traicionado por Dalila por unas monedas de plata para facilitarle a los filisteos su sojuzgamiento. En la literatura es bien conocido el caso de Desdémona, muerta por un celoso e iracundo Otelo, que incendiado por Yago la cree infiel. En la tragedia de Shakespeare el elemento clave es la idea fija en una infidelidad que nunca se dio y es un caso emblemático de cuanto ofende al hombre la traición.
Descendiendo a lo elemental, quién no recuerda al sapo del salón de clases, siempre dispuesto a denunciar a sus compañeros indisciplinados o no, con el fin de obtener beneficios para sí. Era, a no dudarlo, un ser despreciable. Y lo peor es que los sapos han existido en todos los tiempos y en todos los lugares.
Las traiciones son abundantes y si se quiere habituales en el trabajo. La solidaridad es ficticia. Solo unos cuantos se mantienen firmes en la amistad. La mayoría espera un resbalón de su vecino, o le ponen zancadilla para que caiga, con el propósito de despotricar de él y luego gritar “yo se los había dicho”. Claro que ahí no termina la cosa, pues, si la verdad sale a flote, si el inculpado resulta indemne y retorna a su vida anterior, esos mismos que lo habían difamado corren presurosos a felicitarlo y a expresarle que nunca dudaron de su inocencia. ¡Cuánta indignidad!
El traidor es embrollador y encuentra en la mentira o en la sublimación de pequeños defectos, la herramienta para quitar del camino a quien le incomoda o le hace sombra, prevalido de la influencia que tiene o cree tener sobre el superior jerárquico común.
Pero debe cuidarse, porque es repudiado por todos los que lo rodean y, especialmente, por aquel en cuyo favor traiciona, que siempre estará receloso y en guardia para no ser sujeto de traición por parte de quien no es confiable.