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De nuestra gente y sus vivencias

 CORTÍSIMO METRAJE

Por Jarol Ferreira Acosta
“Yo no sé dónde se esconde en este mundo historial”.
Juancho Polo

Así como el servicio secreto norteamericano llega días antes de la visita de su presidente a tantear e infiltrar el terreno, los ladronzuelos de la región se congregaron en Valledupar días antes del inicio de las celebraciones para empezar su propio festival. Festival del raponazo, del atraco a mano armada; ya casi tan tradicional como la fiesta oficial, a pesar del aumento de la fuerza pública para intentar contrarrestarlos.
Ante la llegada de la primavera,  el Festival de La Leyenda Vallenata empezó, y una masa multicolor se dirigió rijosa hacia las parrandas. Se reunieron, se emborracharon, se comieron, aprovechando la cortina de humo que tejen las celebraciones paralelas a los eventos oficiales que pululan a través de la ciudad. Bailando son, merengue y puya, entre pisotones, gira la recua entre la fiesta sumergida en Old Parr de contrabando.
A quien llegue hoy a Valledupar, aunque nunca antes haya oído hablar de su música, El Vallenato se le alojará en el pecho. Un festival vallenato, básicamente, es lo mismo en Valledupar, Riohacha o Villanueva: aguaceros de música y alcohol para la multitud enajenada, sombreros y acordeones gigantes, borrachera universal. Pero en Valledupar sus habitantes agregan un sabor particular al festejo: movidos por los sonidos y aromas que emanan las casas donde hay jolgorio, invitados y patos se congregan, haciendo latir al festival en el corazón de cada habitante. Y de esa manera, entre corazones bailando, toda la ciudad se transforma en una gran algazara que integra las emociones del Valle, de norte a sur y de oriente a occidente, formando una sola alma, un solo espíritu, una voz, que atraviesa las calles, los mercados, cementerios y plazas; siempre retozando y cantando, para sublimar agonías y cansancios en la búsqueda de vivir sino felices al menos no tan desdichados.

Para ver el desfile de Las Piloneras, sobre palcos improvisados en los andenes de las avenidas dispuestas para este fin, se  reunieron personas de múltiples procedencias, que gozaron entre cachacos intentando moverse al ritmo de los tambores. Porque el éxito del festival no está solo en sus conciertos y concursos, también está en el desfile de Las Piloneras. Las mayores tienen la costumbre de mecer, como con descuido, los encajes de sus faldones; las niñas hacen el recorrido como Piloneritas, luego de que sus madres  les consiguieran el atuendo que las hace sentir como el ícono que pretendió representar la famosa estatua impuesta al norte de la urbe.

Piquerías, duelos y canciones para tararear el resto del año. Aunque las exigencias de la canasta familiar no permitan que la fuente de la que brota el elixir asista en primera fila a los eventos principales, reservados para personas consideradas como “very importants”  por la organización. Afortunadamente la magia no ocurre solo en sus eventos. Protegido de lo que el comercio intenta etiquetar, esperando el momento preciso para exhibirse, está el quid del Vallenato, revelándose a través de toda la cotidianidad.
Porque El Vallenato y su intríngulis particular, ese que produce una tierna locura amorosa, no está hecho solo a base de música y sus instrumentos, sino de gente común y corriente. De nuestra gente y sus vivencias. Es como una de esas personas que una vez conocemos nos acompaña hasta el final de nuestras vidas. Por eso hoy, último día del festival, el guayabo por la holganza que se acaba va ganando terreno. A pesar de que la promesa de su regreso intenta aminorar la tristeza de su despedida, dando tiempo a sus devotos para gozarlo hasta el agotamiento.

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