En una crónica anterior me referí a la reina de los trovadores y juglares hacia el siglo XII, Leonor De Aquitanea. Época en buena parte perfumada por la presencia femenina en las cortes reales y principescas francesas, especialmente en la región de Aquitanea, fértil y hermosa, en la que los poemas amorosos de los trovadores y los cantos de los juglares alegraban la vida de los de arriba y de los de abajo.
Cualquier parecido con lo nuestro es mera coincidencia. Pienso que aquel folclor fue de alguna manera precursor del folclor vallenato y guajiro, nutrido de bonomia, pero también de bohemia. En el mejor sentido de esta palabra la usó el otro día en este periódico, en una crónica afable, el escritor, poeta y arquitecto Jaime Orozco Orozco.
Dicen los entendidos que fue en aquel siglo cuando se inventó el amor, aunque recordando seguramente las ternuras de cupido, dulcemente amamantado por su madre Venus, según la mitología romana.
No están, sin embargo, claras las causas del nacimiento del “amor cortés” en dicho siglo, pues la Edad Media no es sino una continuación de la Edad Antigua y en esta la mujer no tenía una consideración especial y más bien su vida estaba reducida a un ámbito familiar y de carácter secundario. Sin embargo, su situación social comenzó a cambiar para mejor, y de qué manera, desde entonces.
Una de las explicaciones sería el hecho histórico de una relativa buena convivencia entre los señores feudales y las familias vasallas, tal vez debido a las mejores condiciones económicas que se estaban adquiriendo, dando paso a un amor caballeresco.
De esta manera, en el sur de Francia fue surgiendo un ambiente distinto en las relaciones sentimentales entre los dos sexos que se vino a conocer con el nombre de “amor cortés“, de una sensibilidad completamente nueva y que posteriormente ha permeado la cultura occidental.
No obstante lo dicho, es de justicia reconocer que en el zenit de la cultura romana, Publio Ovidio Nasón, llamado por antonomasia el poeta de Occidente, escribió un libro poético, entre tantos, con el nombre de ‘El arte de amar’, que por su atrevimiento le valió el destierro de Roma, y que pareciera ser el antecedente inspirador del clérigo Andrés El Capellán, autor del libro ‘El arte de amar honestamente’, contemporáneo del mencionado siglo, y en el que se registran reglas para el amor, como las siguientes: “El verdadero amante está siempre absorto en la imagen de su amada“; “todo amante debe palidecer en presencia de su amada“; “a la vista de su amada, el corazón del amante debe estremecerse“. Todas ellas indican, y otras más, que ya no es el hombre el primero en la sociedad, sino la figura femenina.
Me parece que esa noble posición es la que también reconocieron a la mujer nuestros trovadores, como Rafael Escalona Martínez, en sus varias canciones: ‘La Maye’, ‘La mariposa urumitera’, ‘La casa en el aire’, y tantas otras, pero aquí quiero destacar la que le costó el reproche del sacerdote Manuel Antonio Dávila Parodi y de toda la comunidad de la población de San Juan del Cesar, a la que, como le había ocurrido al poeta Ovidio en Roma, Rafael no pudo regresar en mucho tiempo: ‘Las lenguas sanjuaneras’.
También quiero mencionar al legendario Tobías Enrique Pumarejo, con su canción desesperada ‘Mírame hasta cegarme’. Igualmente a los trovadores y juglares, merecedores de esos dos títulos, Leandro Díaz, con su canto ‘Matildelina’, y al ‘Negro Grande’, Alejo Durán, con ‘Alicia adorada’. Todos vallenatos. Y a los guajiros trovadores: José María Chema Gómez, autor de la canción ‘Flor de mi Jardín’; y Romualdo Brito, autor de ‘Esposa Mía’. Aquellos y estos, en representación de tantos y tantos otros.
ANÁLOGA
Ahora bien, los trovadores y juglares hasta aquellas calendas habían pertenecido a la clase alta, como el nombrado Guillermo IX, duque de Aquitanea, y el literato Chrétien de Troyes, pero de pronto salta a la palestra del canto provenzal un hombre humilde, hijo de un sencillo sirviente de palacio, Bernard Ventadour, cuyo talento lo elevó a los jolgorios literarios musicales de la corte.
Todo lo cual se acompasa para que bien podamos decir que análoga ha sido la historia de nuestros trovadores, desde los más altos, según las consideraciones sociales, hasta los más modestos oriundos de nuestras caras poblaciones de la baja Guajira y el norte del Cesar. Siendo válida la anotación del periodista Juan Gossain, según la cual “la música vallenata es un género literario“.
Regresemos al “amor cortés” medioeval, pues alcanzada la cima de los mayores sacrificios del hombre por su amada, ya estamos de frente al amor caballeresco con sus innumerables lances amorosos. Siendo ese amor puramente humano, dio un viraje hacia la piedad religiosa por parte de algunos varones cristianos de aquella época. Así como el amante se inclina ante el cuerpo de la amada, como ante una reliquia, y al retirarse no olvida realizar una piadosa genuflexión, algunos trovadores resolvieron esta dificultad dedicándose a cantar a la figura mística de la santísima virgen María; no en vano la devoción mariana del Císter constituye la contra partida religiosa de la poesía de los trovadores.
“En realidad, el espíritu cortés a las damas tuvo gran influencia en la piedad de aquel tiempo. San Bernardo fue el primero en llamar a la virgen ‘Nuestra Señora’; años más tarde santo Domingo instauró el santo Rosario; san Francisco tomó como dama la pobreza. En otras palabras, también los santos gustaban de imaginarse a sí mismos como caballeros andantes que ganaran el amor de su dama con hazañas y aventuras heroicas“. (Retratos del Medioevo, de Gerardo Vidal Guzmán).
Tengo mis sospechas que desde aquel sur de Francia encantado, juntándose con las coplas españolas, el canto del amor cortés pudo haber dado un salto en el tiempo y en el espacio, y llegado a la paradisíaca isla de Cuba, arraigándose en la forma de aire de bolero, y más adelante, a través de los puertos marítimos de Riohacha y otros, ese canto enriquecido musicalmente se aposentó en las tierras de las hermanas provincias de Valledupar y Padilla, para conformar nuestra trova regional, que inicialmente surgió acompañada de la guitarra y no del acordeón.
Desde los montes de Pueblo Bello.
Por: Rodrigo López Barrios.