Nota: Estos renglones van para Gonzalo Botero, el de La Viña, otro paisa bueno que se quedó en nuestras calles.
Alguna vez, hojeando textos con mi nieto Samuel Restrepo Ortega, hijo y nieto también de abuelos antioqueños, leíamos que el origen de tal apellido se sitúa en la provincia de Castropol, en la Edad Media, entre las fronteras de Asturias y Galicia, donde existe un pueblito con ese nombre. Hacia 1643, dos primos López de Restrepo, llegaron a Antioquia, de donde su apellido se extendió a otras latitudes como Restrepo a secas, en homenaje a la villa española de la cual provenían.
Mucha figuración han tenido los Restrepo en nuestro pasado: José Félix de Restrepo fue pionero de la liberación de los negros con el decreto de la libertad de vientres, con Juan del Corral, gobernante de Antioquia; Juan Manuel Restrepo, es el padre de nuestros historiadores; Camilo Torres Restrepo, fue el cura rebelde que atestaba las plazas clamando justicia social; Carlos Lleras Restrepo, un gran presidente de Colombia, y Antonio José Restrepo, apodado “Ñito”, personaje central de este escrito, quien fuera diplomático, ardoroso orador, aguerrido congresista, trovero de coplas por los caminos de arria del siglo XIX.
Se cuentan abundantes episodios de este señor de todos los mundos sociales de su época, pues se satisfacía tanto con las sutilezas diplomáticas como en el fragor de una tribuna callejera, en la bruñida oración de un debate en el Congreso, en la cátedra de derecho constitucional de la Universidad Republicana (que después sería la Libre) o gritando una apuesta de gallo en una aldea así con el tiple en mano en trova con arrieros por las fondas camineras, caneyes de tabaco y campamentos mineros ante una botella de anisado artesanal.
Fue Concordia, pueblito paisa de Titiribí donde vino al mundo en 1855. Ya mancebo, por una apretadura económica de los suyos, laboró en las minas del Zancudo donde asía una piqueta por unos meses para concurrir el resto del año a la escuela del maestro Mario Escobar en Titiribí. Con los jornaleros de la mina se ejercitó en la trova por las tabernas del contorno. Una tarde de fiesta subió a El Pájaro, a una cantina, con los compañeros de la mina. Allí estaban los Pombales, hacendados del río Cauca, que andaban de farra. El menor de ellos le arrebató el tiple a un parroquiano y encarándose a Ñito, le disparó el desafío: “Trove, trove compañero / dicen que usted es poeta / y lo creo pues se ve / que no tiene una peseta”.
Respondió Restrepo guitarra en mano: “No tener una peseta / es el mayor de los males / ah malaya quien tuviera / plata como los Pombales / lo que no tienen en plata / lo tienen como animales / porque son la misma cosa / animales y Pombales / los unos viven en casas / los otros por los corrales / pero son todos iguales / animales y Pombales / y no son más que buche y cacho / animales y Pombales”.
El Pombal retador quiso estrella su tiple sobre la cabeza de Restrepo, pero vigilante un cojo, compañero del Zancudo, metió el bastón y le hizo un quite al instrumento del agresor. Se alzaron las voces, brillaron las armas, chillaron las mujeres, llegó la policía y no pasó nada.
Antonio José Restrepo cursó su secundaria en la Universidad de Antioquia pese a la oposición de un cura de apellido Gómez, por provenir de un hogar anticlerical, teniendo que interceder el propio Recaredo Villa, Presidente del Estado Soberano de Antioquia.
La vida le alcanzó para ser abogado de la Universidad Nacional (aun cuando nunca se graduó), escritor, poeta, masón grado 32, diputado, congresista, Procurador General, cónsul de Francia y embajador ante la Liga de las Naciones. Él mismo decía que en Dinamarca lo llamaban “Excelentísimo señor embajador de Colombia, en Bogotá doctor José Antonio Restrepo, en Titiribí, juez de gallos y en Concordia, narizón hijueputa”.
Compitió en una época de inteligencias desbordadas: Rojas Garrido, de arrasadora oratoria; Rafael Núñez, estadista universal; el Negro Robles, de verbo demoledor; Jorge Isaac, genio de la literatura; Vargas Vila, cuyo tintero era un nido de sierpes; Guillermo Valencia, lira de perpetua resonancia; Marcos Fidel Suarez, mago de la filología; Uribe Uribe, señor de espada y pluma; Miguel Antonio Caro, el prosista de sabiduría clásica.
Para 1925, hubo un cruce de aceros en el Congreso cuyo eco aún retumba. El maestro Valencia defendía el proyecto de imponer otra vez la pena de muerte. Su oponente era el doctor Restrepo, quien acomete con brío arropando sus argumentos con la riqueza del lenguaje y su dominio de la historia universal. Exhibía en su alegato que al último suplicio no irían los hacendados, financistas ni industriales, sino los desamparados de toda justicia, el pueblo raso que no tenía influencias ni recursos para su defensa eficaz en los estrados de los jueces. En una de aquellas intervenciones, acuñó la frase que se repite hasta hoy: “El Código Penal es un perro rabioso que sólo muerde a los de ruana”.
En la turbulencia del debate se le salió decir a Valencia: “Jamás los conservadores le han irrogado al señor Restrepo la ofensa que le hizo su copartidario liberal Olaya Herrera, cuando dijo que la naturaleza era tan sabia que le había negado hijos”. Ñito se levantó de inmediato y contestó: “Porque no soy como ese burro garañón de Olaya que riega pollinos por todas partes. Yo soy como Sócrates, Platón, Bolívar y Jesucristo”.
En ese debate duro se enemistó también con el vallecaucano Ignacio Rengifo. Tiempo después en un paseo al salto del Tequendama, Rengifo tomó una bandola y le dedicó una canción. Restrepo lo acompañó con la guitarra. Al terminar le dijo: “En adelante, en política, cantaremos al dúo”.
Con Valencia fue otra la respuesta. Alguien propuso la reconciliación, pero Restrepo replicó: “Nada… nada, ese hombre me ofendió los espermatozoides”.
Por sus respuestas fáciles hay anécdotas de Restrepo. En sus ausencias largas en Bogotá, algunas parejas de enamorados se colaban a escondidas en su pieza de inquilinato en Titiribí, para dar riendas sueltas a sus pasiones, entonces procedió a cambiar las guardas de la puerta. Dos muchachas que lo vieron le dijeron: “¿Doctor para qué pone candados a su cuarto?… qué le van a sacar de ahí?”. El doctor Restrepo les contestó: “Señoritas, no es por lo que sacan, sino por lo que meten”.
Enemigo de Núñez, como todos los liberales de Olimpo Radical, le hizo una oposición rotunda que lo llevó a escribir Sombras Chinescas, donde desacredita la obra de la Regeneración. También escribió libros de otra índole como Ají y Pique, Cancionero de Antioquia.
Un día, en un paradero de camino se encontró con Salvo Ruiz, un analfabeta también de Titiribí, quien tenía una fama descomunal como poeta natural que derrotaba a todo trovero que tropezara en sus andanzas de arriero. Habían sido compañeros en las minas del Zancudo. En esa fonda, que era de María Jesús Castaño, una mulata ya entrada en años que había sido amante de Ñito, se fogonearon la cabeza con aguardiente recordando aquellos tiempos de estrecheces. Con ademanes, Salvo hacía arrumacos de cortejo a la fondera, lo que indispuso a Ñito. Entonces con el tiple entonó la copla de advertencia: “El cura manda en su iglesia / el pastor en su rebaño / y Antonio José Restrepo / en María Jesús Castaño”.
Salvo contestó: “Óigame doctor Restrepo / ya se le fueron las patas / Salvo Ruiz no busca viejas / habiendo tantas muchachas”.
El duelo duró hasta las luces del nuevo día, y Restrepo, librepensador, picó la sencilla religiosidad campesina de Salvo con la siguiente copla: “Contéstame Salvo Ruiz / que te voy a preguntar / cómo pariendo la Virgen / doncella pudo quedar?”.
Replicó de seguido Salvo: “Óigame doctor Restrepo / que le voy a contestar / tire una piedra en el agua / se abre y vuelve a cerrar / así pariendo la Virgen / doncella pudo quedar”.
Ñito dejó el tiple y comentó: “Una respuesta así la envidiaría el padre Astete”. Luego se quitó el sombrero ante Salvo, añadiendo: “Este negro maldito es el único que me ha derrotado. ¡Aguardiente para todo el mundo!”
Ñito Restrepo murió en Barcelona. Está sepultado en el cementerio de Circasia, construido para masones, librepensadores, ateos y para todo el que se le prohibía sepultura cristiana. Había escrito desde Ginebra en 1928: “Mi entierro ha de ser masónico, laico, o no me muero jamás”.
José Camacho Carreño, tribuno conservador escribió una página sobre Restrepo: “Cuando llegué al Congreso… lo enfrenté con el dolor de mis huesos y con el orgullo de mis armas jóvenes. Sosegado el reto, trenzamos amistad cordialísima y ya cerca a su edad de abuelo, en las confidencias de sus alegrías, cuando la noche borró al político, notaba que, de su figura, como un torreón colmado de historias y de grandezas, volaba su corazón. Yo lo vi. Era bueno y no latía sino para la patria”.
Casa de campo Las Trinitarias, Minakálua, La Mina, territorio de la Sierra Nevada.
Por: Rodolfo Ortega Montero / EL PILÓN