Cuando surgió el concepto “democracia” como la mejor forma de gobernar, también nacieron los impostores, esto es, hecha ley hecha la trampa. Hoy, en todo país donde se realicen elecciones, se dice que es democrático así no sea el “gobierno del pueblo y para el pueblo” y se cometan todas las violaciones posibles en nombre de este precepto vital de la humanidad.
La seguridad democrática que nos vendieron como la panacea institucional no fue más que un artificio para engañar a los incautos. Su indicador era el número de muertos entregados a los medios como pábulo de consumo diario y como requisito de ascenso en las fuerzas militares y policiales.
El repudio a una guerra prolongada librada entre diferentes fuerzas irregulares contra el Estado y otras en contubernio con este en contra de la ciudadanía, les daban aprobación irracional a estos hechos terroríficos de sangre, despojos y miedo, la gente aceptaba todo con tal de conseguir la paz; la impresión casi general era que teníamos un presidente redentor, este sí, un mesías que impartía directamente la orden a los uniformados de recolectar litros de sangre. Así se hicieron muchas guerras religiosas, a veces por no compartir un dogma, al contrario se le eliminaba; el monje Arnoldo Almarico, por orden del papa Inocencio III, dijo a sus hombres: “mátenlos a todos que después el Señor verá cuáles son los suyos”.
Por cuenta de la JEP ya se está sabiendo quienes son los muertos y quiénes los mataron; por eso el temor a que este organismo funcionara. Esta cartilla de muerte impactó y caló tanto en muchos militares y policías que se volvió costumbre, matar a un ciudadano (a) inerme, era una práctica más de tiro al blanco, incluso para oficiales, gentes que han recibido alguna formación que los ayude a pensar y analizar como sapiens y no como máquinas de guerra.
El caso del coronel de la policía que, recientemente y sin fórmula de juicio, asesinó a tres jóvenes en Sucre, con la complicidad de su superior, supera cualquier instinto criminal. Esta política de dar muerte para obtener un trofeo produce trastornos de personalidad en las tropas, las emociones de los uniformados se deterioran; matar por un permiso o por un arroz con pollo significa la destrucción de la dignidad humana.
Una formación militar así, es disruptiva, la estructura humana de una persona antes del servicio militar es una y otra después de abandonar las filas; ese otro ya no encaja en la sociedad convencional y tratará de ganarse la vida, así como aprendió en la milicia; es un ciudadano que pierde la sociedad. ¿Podrá así, ser glorioso un ejército? Mientras más honor haya en las filas militares, más gloria podrá alcanzar; los ejércitos crueles podrán tener victorias tempranas, pero al final perderán la guerra.
Si la barbarie fuera el requisito para manejar el arte de la guerra, Atila, Gengis Kan, u otros bárbaros habrían conquistado el mundo. Por fortuna, este capítulo de muertes se está cerrando y ojalá nunca más se repita.
El gobierno de Petro y Francia Márquez tiene otras definiciones para el concepto “seguridad”; ahora se habla de seguridad humana bajo cuya interpretación los ascensos de militares y policías no se concederán compitiendo por el número de bajas sino por cuántas vidas se puedan salvar; salvar la vida y honra de los ciudadanos es una de las misiones de las fuerzas castrenses.
Este nuevo concepto de seguridad también se refiere a que a la fuerza pública tampoco se les permitirá involucrarse en el negocio del narcotráfico como muchos casos se han registrado.
Las instrucciones de Petro a las FF.MM y de policía, son claras y perentorias, un nuevo paradigma para el uso de las armas debe adoptarse, las instituciones castrenses tendrán que acomodarse a las exigencias de la convivencia y de la vida, y la decencia debe volver a las filas, condiciones sine qua non para que Colombia sea una potencia de la vida.