Las riquezas melódicas de las canciones de Luis Enrique Martínez son testimonios de la grandeza de su historia musical. En sus largas correrías llevaba el acordeón para demostrar su talento innovador en los acordes de los bajos con los pitos, por eso es reconocido ‘El papá del vallenato’. Una de sus canciones, que resalta su identidad es: “Oigan muchachos yo soy Enrique Martínez/ quien nunca tiene miedo si se trata de tocar. Luis Enrique, el pollo vallenato, es candela lo que van a llevar”.
Las buenas canciones conservan el equilibrio entre la armonía musical y la poesía, y se defienden solas, son como la luz que vibra en las puertas de la aurora y se repite en el espejo de los amaneceres. No son canciones de un día ni de una temporada, la empatía de sus versos con la melodía las hace densas para que lleguen a las profundidades estéticas del alma. En la hondura humana de la ensoñación y la belleza.
Las buenas canciones nunca se envejecen porque conservan la frescura poética de la melodía, y permanecen en los sentimientos y en la memoria colectiva, como aquella casa en el aire que un poeta con alma de arquitecto le construye a su hija, o la mujer que al caminar hace reír las sabanas, o aquel sombrero que se mece en las ramas del viento esperando el regreso de un viajero o la gota fría que se solaza en los espejos celestes de los acordeones.
El soporte universal del canto vallenato es la poesía. Estas breves descripciones de algunos compositores: Tobías Pumarejo, aclama la mirada de su amada para morir bajo sus ojos. Rafael Escalona, en el bosque de su alma escucha el pájaro que canta y no se ve. Leandro Díaz, en la soledad de su sombra siente que Dios no lo deja. Calixto Ochoa, en la pastoral custodia los altares y la soledad mancha el lirio rojo de su corazón.
Juancho Polo, con la penumbra en sus manos toca la elegía a su adorada Alicia. Gustavo Gutiérrez, despliega el camino largo en las ventanas del viejo Valledupar. Rita Fernández, con sonrisa de gaviota deja una sombra perdida. Adolfo Pacheco, meciéndose en su Hamaca grande ve el mochuelo pintar la nostalgia del viejo Miguel.
Carlos Huertas, en el festín de tunas y cardones viaja con rumor de fiesta por su tierra de cantores. Isaac “Tijito” Carrillo, el monarca, a quien una cañaguatera le tiñe de música el corazón. Octavio Daza, el poeta de frescura juvenil, soñó su nido de amor a orillas del río Badillo. Rosendo Romero, descubre la Fantasía en un gajo de luceros y les roba los minutos a las horas. Roberto Calderón, con la sonrisa de la Luna sanjuanera hace eterno el canto para la vida. Santander Durán, las gotas de silencio en ausencia del rocío. Emilianito Zuleta, con el aroma de la lluvia corteja la mujer en la antesala del romance. Marciano Martínez, en su ancestral apego por su pueblo dice: yo soy de ustedes. Rafael Manjarrez, lejos del Marquesote ve La Guajira majestuosa meterse en el mar. Julio Oñate, aclama las barreras de los bosques que frenen el trote del desierto. De esa estirpe de historia y poesía se ha tejido el canto vallenato, el que perdura y sigue como el ave sonora del tiempo.
Por José Atuesta Mindiola