“La realidad supera ampliamente a la ficción”. –Dostoyevski. Cuando terminaba la década del 80, del siglo pasado, mi hija Natalia Mendoza Ferreira, a la sazón una bebé de cuatro años, me hacía repetir la lectura en voz alta de «Hansel y Gretel», el cuento infantil de los Hermanos Grimm, escritores alemanes del siglo XIX. Hoy residente en Alemania, ha vuelto a recordar aquella vivencia, con la noticia que sorprendió al mundo: los cuatro niños indígenas, salvados del accidente del avión, y extraviados en la selva del Yarí.
Le prometí a Natalia escribir un artículo para mostrar algunas semejanzas entre las dos historias.
En efecto, Hansel y Gretel son dos hermanitos que viven con su padre en una humilde cabaña. Una mañana lo acompañan a traer leña; la curiosidad los hizo adentrarse en el bosque y se pierden; cuanto más andaban más se alejaban. Cansados y con hambre los coge la noche y se quedan dormidos al pie de un árbol.
Al otro día ya se sienten agotados y con dificultad para seguir caminando; mientras toman un descanso, ven pasar un pájaro blanco, y deciden seguirlo; el ave se posa sobre el caballete de una casita. Los niños se ponen felices y se acercan: descubren que toda estaba hecha de chocolate, y comen de sus tejas hasta saciarse; a poco sale la dueña: una anciana, que pronto revela su naturaleza de bruja perversa.
En otras palabras, la personificación de todos los peligros. La bruja enjaula a Hansel y lo engorda para comérselo; propósito que es frustrado por la astucia de Gretel. La bruja acaba asada en el horno, y Hansel y Gretel se alzan con un cofre lleno de joyas, y hallan el camino a la casa. Se abrazan con el padre, y “vivieron felices para siempre”.
Pero, Dostoyevski tiene razón: la realidad sí supera con creces la ficción. Y nos introduce en territorios de mayor dimensión; que motiva a pensar la experiencia de los niños colombianos desde un sentido de sabiduría que hunde raíces en antiguas tradiciones, conservadas y transmitidas a los niños por los mayores. Pienso en el hilillo de agua que la niña de 13 años supo administrar para que los cuatro no murieran deshidratados; pienso en las pequeñitas raciones de comida, a fin de que alcanzara para caminos y tiempos inciertos.
Se piensa también, con la información del comportamiento de los niños en mitad de la selva, que en circunstancias excepcionales se conoce una cantidad prodigiosa de cosas que la misma persona ‘ignoraba’ que sabía. Cuando el saber es poder. O como lo afirma Baltasar Gracián: “No se vive si no se sabe”.
La abuela de los niños, en un lenguaje simple y lacónico, lo explica: no es suficiente adquirir sabiduría, es preciso, además, “saber usarla… y la niña mayor sabía lo que tenía que hacer”. Y un principio, sin el cual la salvación de los niños hubiese sido imposible, “sin valor es estéril la sabiduría”, acota Gracián.
Para Natalia, que con asombro ha seguido desde la ciudad alemana de Colonia la epopeya de los cuatro niños colombianos, fue el regreso a la infancia; para nuestros valientes infantes, es una epopeya real, que se contará por centurias, debido a que su odisea nada tiene que envidiar a los cantos homéricos, que ya suman treinta siglos.