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“Dad al César lo que es del César…”

Era de tarde. Las personas comenzaban a agolparse, como de costumbre, en torno al Maestro que, con la vista perdida en el horizonte, meditaba sentado en una roca. El sol caía lentamente en el horizonte y una suave brisa jugueteaba en el cabello de algunas mujeres. El discurso comenzó pero, de súbito, se vio interrumpido por un halago: “Maestro, sabemos que eres sincero y enseñas con verdad el camino de Dios, y que nada te arredra, porque no buscas el favor de nadie”. A continuación una pregunta: “Dinos, pues, qué piensas: ¿Es lícito o no pagar el tributo al César?” Sin lugar a dudas se trataba de una pregunta capciosa. Buscaban sorprender a Jesús, hacerle equivocar y tener así de qué acusarlo.
El Maestro se encontraba en una encrucijada: si decía que debía pagarse el impuesto exigido por el emperador, podría ser acusado ante las autoridades judías de traicionar a la patria y estar a favor del enemigo explotador. Por otra parte, si afirmaba que no debía pagarse tal impuesto, podría ser acusado ante las autoridades romanas de rebelión y de instigar al pueblo a no obedecer las normas del imperio. El ambiente se volvió tenso. Los ojos de todos estaban fijos en él, el corazón de sus amigos galopaba fuertemente en sus pechos, mientras que en el rostro de Jesús se dibujó una sonrisa…
“¡Hipócritas! Muéstrenme la moneda del impuesto”. Se trataba de una moneda que tenía grabada la inscripción y el rostro del emperador. “¿De quién es esta imagen y esta inscripción?”, preguntó Jesús. “Del César”, respondieron. Pues bien, remató el Maestro, “Dad al César lo que es del César y dad a Dios lo que es de Dios”. La genialidad de la respuesta desarmó la trampa, pero la lección no era sólo para ellos…
El denario llevaba la imagen y la inscripción del emperador y, por tanto, a él pertenecía; pero existe un ser que lleva en sí la inscripción y la imagen de Dios y, por tanto, a él pertenece: el ser humano. Somos de Dios, fuimos hechos a su imagen y semejanza, llevamos en lo más profundo la impronta de su ser, nos le parecemos, somos como él inteligentes, libres y capaces de amar. Demos a Dios lo que le pertenece: nuestro corazón.
Ahora bien, es preciso considerar que Dios no nos pide nada que antes no nos haya dado: si pide nuestro corazón es porque a través del costado abierto de Cristo en la cruz quedó a nuestro alcance su mismo corazón.
Es preciso que evitemos caer en fanatismos y también en relajaciones de la conciencia. El justo equilibrio podrá siempre ser alcanzado al meditar la afirmación de Jesús: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.

Twitter: @majadoa

 

Marlon_Javier_Dominguez: