Venimos al mundo sin haberlo pedido, y lo abandonamos, sin haberlo autorizado. La muerte es una noticia que impacta; a pesar de ser lo único que tenemos seguro en la vida, sigue golpeando duro cada vez que asoma fracturando familias. Si hay algo que debemos tener claro, es que la muerte no discrimina edad, género, raza, ocupación, nada. El único requisito para morir, es estar vivos, aún así, seguimos inmersos en el futuro incierto, la queja por el momento actual y la aflicción por el pasado vivido. ¿Qué sentido tiene entonces la vida, si todos nuestros planes pueden acabar?
Resulta curioso, pero cada muerte viene acompañada de la resurrección, toda vez que cuando alguien se va, muchos familiares y amigos se vuelven a encontrar; así mismo, si alguien se enferma, resulta un motivo para acompañarlo y visitarlo. Pensemos ahora en las ironías laborales, de los empleados que por soñar con sol y playa, descuidan sus funciones, y se convierten en desempleados con vacaciones forzosas, soñando con recuperar su empleo. Aunque parezca irreal, perder un trabajo es otro tipo de duelo que a nadie discrimina; se pueden tener muchos títulos, ser muy talentoso o tener mucha experiencia, pero quedar sin trabajo es una experiencia que también sacude, cuestiona y hace que las personas empecemos a replantear nuestras vidas.
No podemos ignorar la impotencia que sienten algunos al ver su empresa en bancarrota, sus cuentas embargadas o sus bienes en remate; es tan fuerte la pérdida, que en ocasiones se paga con la propia vida por causa de un infarto, ya que nadie espera nunca, que todo acabe.
Otro tipo de muerte en vida es una separación, un duelo que nadie se espera, pero que toda la familia debe aprender a afrontar; nadie espera ni se prepara para separarse, quedarse sin empleo o perder un familiar. No pretendo poner en la misma balanza los diferentes tipos de pérdida, no; mi intención es, más allá de lo que nos ocurre, qué lecciones logramos aprender de cada muerte, de cada pérdida y de cada final.
La lección es comprender el sentido de la vida, toda vez que, teniendo en cuenta que cualquier cosa que se tiene es susceptible a terminarse, nos lleva a comprender que vivir es entregarnos al momento presente. Cuando aprendemos a sumergirnos en las circunstancias actuales, somos más productivos en el trabajo, disfrutamos a plenitud los instantes en familia, gozamos de un mejor estado de salud, alejamos la ansiedad por pensar en el futuro y nos abandona la depresión por pensar en el pasado.
Entregarse al momento presente, es como estar en una primera cita romántica, en la que te entregas por completo y pones todo tu interés, atención, concentración y buena actitud; bueno, así mismo, debemos entregarnos a nuestra cita diaria con la pareja, con los hijos, la familia, el trabajo, o cualquier otra cosa que te encuentres haciendo. No sólo los encuentros románticos necesitan pasión, los hijos también la necesitan en las diferentes actividades que se comparten en el hogar, y es precisamente esa pasión, la que hace que la vida tenga sentido, no por el futuro incierto que no sabemos si vendrá, sino por los instantes compartidos que nadie nos quitará; si todo acaba, que quede la satisfacción de haber vivido con pasión.
Por: Angélica Aroca.