La guerra es dolorosa, injusta y repugnante, quizá por eso Gustavo Petro, Federico Gutiérrez, Sergio Fajardo, Rodolfo Hernández e Ingrid Betancur, candidatos a la presidencia de la República, tienen en común que le dieron el sí a los acuerdos de paz. Pero el conflicto armado en Colombia ha sido interno, prolongado en décadas, de baja intensidad, de ejércitos asimétricos, de guerrilla y fundamentalmente rural. Se ensañó con civiles en el medio, y pasó relativamente indiferente en las medianas y grandes ciudades. Ha sido duro, especialmente para campesinos y combatientes estatales y no estatales, generalmente rurales y pobres.
En Europa la guerra ha tocado las ciudades y de qué forma como lo registra en su edición de fin de semana el enviado especial del diario El País en Irpin, poblacion de 60 mil habitantes recuperados por los ucranianos, cerca de Kiev, capital del martirizado país.
“Tras los militares, el primer comité de bienvenida lo integran gatos y perros callejeros. Unos se encaraman por entre los muros de las casas, rozando con la cola la carbonilla que envuelve muchos de los edificios. Los otros se acercan al primer humano al que ven en busca de calor y compañía. Los ladridos se escuchan de manera constante, como el crujir de los cristales bajo las botas al caminar por la calle. Sobre el asfalto brillan también los casquillos. Los cables de la luz arrastran a ras de suelo.
Cruzarse con alguno de los escasísimos vecinos significa acercarse, saludar, preguntar, sonreír… El dolor, la soledad y la crudeza de las circunstancias estrechan vínculos entre desconocidos.
“Cocino en mi balcón”, explica Valery, un jubilado que va de camino a recargar su teléfono en el hospital. Lleva sin moverse de Irpin más de un mes “con cañonazos constantes de día y de noche” sin calefacción, agua ni electricidad. “Tenemos velas, linternas y el agua del pozo de un vecino”, añade. “El 23 de febrero fue mi cumpleaños. Lo celebramos con mi familia, hijos y nietos. Y en la mañana del 24 comenzó la guerra. Los niños fueron donde pudieron, pero yo no puedo irme”.
Tampoco la escuela número dos se libró de las bombas. Una en el tejado. Dos en los muros (…). No hay placa ni cruz en memoria de Sasha, el vecino del séptimo del edificio de enfrente. Murió víctima de las heridas causadas por la metralla el 4 de marzo. Diez días después, en cuanto pudieron, varios hombres lo enterraron en el patio del colegio. Lo cuenta Serguéi, uno de los que cavó la fosa, que trabaja como albañil.
El sitio más concurrido de una visita de varias horas a Irpin es el acceso al sótano del hospital, un edificio desierto. Es el lugar que sirvió —y sigue sirviendo— para que los vecinos que logran llegar hasta este refugio puedan cargar sus teléfonos móviles y linternas. (…)
Los rusos se plantaron muy rápido en Irpin, apenas a cinco kilómetros de las primeras calles de Kiev, pocos días después de invadir Ucrania en la madrugada del pasado 24 de febrero. Ante la inminencia del asalto, las propias tropas ucranias volaron el puente por el que se sale hacia Kiev (…)
“Parece que pueden regresar todavía”, apunta Tatiana, de 66 años, en el sótano del hospital. Vive con su marido y estos días cocinan con leña y fuego. Ha venido a cargar el teléfono…”