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Croniquilla. Un Presidente en desgracia.

Sobre las quebraduras de la cordillera trepaba un séquito a lomo de mula que subía de la hacienda de Pichichí, en el Valle del Cauca, hacia Bogotá. Presidía aquella comitiva un anciano trajeado de zamarros, ancho sombrero, ruana, una sombrilla, en la canana el revólver y en un guarniel el libro de rezos. Más atrás los peones de la recua traían provisiones de queso, pan de horno, tajadas tostadas de plátano y la caja de los arequipes.

El anciano de 85 años era Manuel Antonio Sanclemente, que sin saberlo, iba hacia su pasión y muerte con el juramento que prestaría como Presidente de Colombia.

En la última disputa electoral se había proclamado su nombre como mandatario del ala de los conservadores nacionalistas. Los conservadores históricos habían impuesto como Vicepresidente de aquél, a José Manuel Marroquín de 72 años, literato de prosa y verso, con escuela de gramática y latín.

Por sus males de vértigo, que paliaba el viajero oliendo cloruro de amoniaco, no llegó a la Capital el día señalado para la posesión.

Restablecido del viaje, fijó una fecha que fue objetada por la Cámara variándole el día, entonces creyendo que lo desconocían, invitó a su residencia a los magistrados de la Corte Suprema de Justicia y ante ellos juró el cargo. Una violenta pedrea instigada por los conservadores históricos cayó sobre su casa. La mala salud del Presidente lo llevó a solicitar permiso al Senado para despachar desde Villeta, villa con ambiente calentano a donde marchó con medio gabinete. Fue cuando Marroquín en Bogotá, con la mitad de los ministros, en un sello de caucho le falsificó la firma y se despachó a su voluntad con nombramientos y contratos.

A todas estas, los liberales excluidos de los cargos públicos, desesperados por los destierros que disponía el Gobierno y los fusilamientos que sin mucho ahorro les hacía el jefe de la Policía, general Arístides Fernández, se fue a los montes a la contienda civil más sangrienta de nuestra historia conocida como Guerra de los Mil Días. Derrotado el liberalismo, se firmó la paz en 1902. En Bogotá, Marroquín preparaba el golpe.

En Villeta, Rafael Palacios apodado ‘El Pájaro Carpintero’, Ministro de Gobierno, celebraba una noche en el Hotel Murillo con aguardiente y tiple la derrota liberal, el pago de cinco millones de francos que la Compañía Nueva del Canal de Panamá le había hecho al Gobierno por la prórroga en abrir la vía interoceánica, y un contrato con el señor Dupy de suministro de uniformes militares que se había logrado por influencia de Sergio Sanclemente, hijo del Presidente.

La fiesta la interrumpió el coronel Argáez que llegaba de la Capital con la misión golpista de apresarlo como también al mandatario. En su casa estaba Sanclemente meciéndose en una hamaca cuando el mayor de la policía, Salomón Correal, quien sería su verdugo y carcelero, le comunicó su detención. Siguió después una historia de terror. ‘El Pájaro Carpintero’ fue paseado en un burro por las calles bogotanas antes de encalabozarlo.

En Villeta, Lorenzo Marroquín, hijo del Presidente golpista, ideó una jaula grande donde a la fuerza metieron a Sanclemente recorriendo caminos distantes con la esperanza de que lo asesinara la guerrilla liberal del Negro Marín, pero éste, con grandeza, rehusó aprovecharse de un anciano traicionado y desvalido.

Correal lo aísla de su familia y una hija cae en los abismos de la locura. El Presidente es abofeteado y privado de alimentos. Su verdugo hasta llegó a arrastrarlo por el cabello y patearlo para obligarlo a renunciar el cargo. El Herald de Nueva York publicó los maltratos que se hacían al mandatario, pero el Gobierno aquí prohibió la circulación del periódico. Humillado y desamparado de toda justicia, Sanclemente termina sus días en Villeta. El gobierno de Marroquín, legitimado por decisión de la Corte Suprema de Justicia, dictó un decreto disponiendo las exequias del “ilustre finado” en la Capital, el pago de los funerales con el erario público, más una pensión para la viuda. Pero en Villeta la familia con dignidad dispuso un apresurado entierro y renunció a recibir suma alguna.

Muchos años estuvo en Villeta una tumba sin flores, solitaria, sin nombre y enmohecida de intemperie.

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Rodolfo Ortega Montero: