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Croniquilla. El presbítero Serrano

El viento seco soplaba en los últimos días del verano caribe. En las ondas de aire venía un eco de chicharras escondidas en las barranqueras del río Cargabarro, que bulloso se iba bajo el cielo de un restregado azul de mapa.

Su yegua de patas nervudas se metió con él cruzando los arcos de palma que estaban en la calle que conducía a la plazoleta. Una alharaca de campanario se vino entonces y Crisanto Medina, su guía del viaje, le dijo: “Son las campanas de San Lucas del Molino que le están dando la bienvenida a su reverencia. Se apeó frente a un atrio de adobes y se metió en un templo castellano agobiado de vejez. Oró con los ojos cerrados y las manos abiertas. Cuando regresó al altozano del atrio, una apretada ovación cayó sobre él. Fue cuando tuvo la corazonada que en ese pueblo de gente buena lo esperaría una tumba.

Había vivido allí treinta y nueve años. Sentía el cariño de la gente que a fuerza de tanto oírlo y verlo pasaba por alto sus faltas. Por eso nadie criticaba sus peleas de gallo, su contrabando de ron, sus juegos de barajas, sus aventuras de polleras y sus parrandas ruidosas. Solía referir en casa de Heroína Araujo, con quien convivía como marido, que no hizo voto de castidad cuando se ordenó de cura porque se había dicho: “No jures hacer lo que no harás para que no seas esclavo de tu promesa. Jura hacer lo que puedas hacer para que seas libre de ti mismo”. Por eso, según él, no hacía traición a su fe cuando la sangre le rebullía al paso de una hembra de nalgas duras y senos en pitones que le hacían guiños de invitación y le borraba todo mandato de penitencia.

Liberal por talante, leía a Vargas Vila, más nunca tomó estandarte de partido, aunque en la sala de Heroína Araujo pendía un retrato del general Uribe Uribe arengando sobre un caballo negro a una montonera de alzados en armas.

Esperaba la hora de la media noche del último día del año, apoltronado en un sillón de cuero y arrebujado en una manta, libando vinos italianos entre las volutas del humo de su tabaco. Con la última campanada de las doce, extraía del bolsillo de su sotana su revólver cachablanca y hacía una descarga apuntando el aire. Entonces, como un eco cien veces repetido, de todos los sitios del pueblo se sentía la tronazón de muchas armas que le hacía tiros al cielo punteado de pecas doradas.

Los domingos oficiaba la misa vistiendo los ornamentos rituales en el portalón del templo con las prendas que en un bojotillo atado traía cualquiera de sus hijos. Heroína Araujo presidía el coro y sus hijos le hacían de acólitos. Después, bajo un higuito en la plazoleta acomodaba un taburete y pedía su acordeón moruno. Entonces los vecinos llegaban con un redoblante y unas maracas para animar la parranda, servida con el ron de melaza que destilaba su alambique allá en el Cerro de la Palangana. Su voz de barítono entonaba: “Lo dice el padre Serrano / la aduana me tiene pique / pero sepan de antemano / que ya escondí el alambique”.

Sucedió en un amanecer de aguacero. La vida se le iba ante los rostros lívidos de sus hijos y nietos presentes en la despedida para siempre. El padre Dávila que vino de otro pueblo recitaba la oración de los agonizantes. Llovió con escasas treguas de escampadas. El cuerpo envuelto en el sayo de los franciscanos estaba velado en el templo entre cuatro candelabros. La muchedumbre llegaba para mirar por última vez a su pastor yacente. La comitiva fúnebre salió en medio de una porfiada llovizna. Los dolientes dobles de campana y la música de una banda con una marcha de funeral seguían a los cuatro cargueros del ataúd. El padre Dávila, ante un sencillo panteón blanqueado dijo: “No permitáis que sobre esta tumba se diga lo del poeta: Dios mío… que solo… que tristes… se quedan los muertos”.

La tarde seguía achubascada con un cielo cerrado de gris y sobre la muchedumbre compungida caían corpúsculos de agua como pelusas de nube.

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Carlos Rodolfo Ortega: