Bramaba la tormenta que con furia humillaba a los cocoteros. Las calles de la ciudad vacía semejaban un camposanto a oscuras. Los relámpagos restallaban fogonazos y las casas fulgían en un fosforescente brillo de instante. Con pavor, los moradores se recogían en sus aposentos con alguna oración en los labios. Era octubre el mes de los tornados que se venían con la locura de arrasarlo todo.
Ya estaba el gobernador Francisco de Castro metido en su lecho con su gorro y camisón de dormir, cuando sintió gritos en el empedrado de la calle: ¡Que se hunde la Santa Rita! ¡Que se hunde la Santa Rita!
Vistió aprisa sus ropas, echándose el canto de la capa sobre el hombro. Un paje vino con un candil y le dijo: ¡Señor, haced merced que se hunde un barco!
Desde la Punta de Icacos, una garita que espiaba el mar, había avistado fogonazos de cañones. Supusieron que era la Santa Rita de Moruelos, navío que había zarpado mar adentro mediando la tarde.
Cuando se disolvió la tormenta ya no se escuchaban los cañones. Al amanecer apareció una barca con náufragos.
Tres hombres muertos, otros heridos y desfallecidos fueron los primeros restos de la goleta que se quebró cuando el huracán la topó con peñones de coral a ras de agua a la vista de la isla de Carex. Durante el día se trajeron a la playa despojos de carga y cuerpos de ahogados, pero nunca se encontró el del bachiller Luis de Bustillo ni sus baúles que llevaban pliegos de acusación al Consejo de Indias en España contra un oidor que hacía escondidos negocios con traficantes de esclavos a quienes vendía indios que apresaba.
Días después el fiscal de la Inquisición de Cartagena de Indias dictaba inculpación contra siete negros por causa de brujería que en la Punta del Judío encresparon el mar para la perdición del buque y sus viajeros.
Una mulata daba el testimonio que acusaba a los siete negros de haber recibido unas morocotas de oro para que en un rito a Belcebú se hundiera el barco donde iban unas gravísimas quejas contra ese oidor conocido de Santafé de Bogotá. Ella decía que los negros vestidos de trajes y capuchas negras, en el sitio de la Punta del Judío, prendieron leños y degollaron un gato negro amarrado de patas. Antes de que el temblor de los estertores terminara en el animal, recogieron la sangre en un cuenco de arcilla y la echaron al mar, mientras tomados de la mano danzaban un círculo con gruñidos de marranos. El mar entonces se fue agitando; se oyó un rugido largo y unos nubarrones cubrieron el cielo. Después se vino la pavorosa tempestad que hundió al barco.
Los siete prisioneros habían confesado su hechizo cuando los verdugos azotaron sus espaldas y las narices botaban agua de hiel que les hicieron tragar con un embudo en la “prueba de la jarra”. Llevaban meses de encierro en las mazmorras de la Inquisición y después en el torreón del fuerte de San Matías, siempre cargados de cadenas, un comistrajo cada media tarde y el silencio roto pocas veces por el crujido metálico de la reja cuando el guardia de la fortaleza subía a llevar agua y un guisote de boniato.
Ahora todo estaba preparado para quemarlos vivos. El Fiscal de la Inquisición tomó asiento entre sus asistentes, unos frailes escribientes con barbas de viejos cabríos. Esperaban que trajeran a los hechiceros para leerles la condena.
Pero Dios tampoco había muerto para aquellos brujos. Un torrente de luz se metía por el ojo de la claraboya del calabozo como si fuera la primera misericordia del día cuando fue a buscarlos el Alguacil Mayor. Todo asustado, éste corrió a la sala de la audiencia y gritó ante el tribunal:
-¡Señores míos, los brujos no están… se han hecho aire!
De los tejados del fuerte, con aleteos desganados, siete cormoranes con plumas de luto, uno tras otro, como cruces flotantes, pasaron a ras de los techos de la ciudad y por el rumbo del Caño del Ahorcado, se fueron deshaciendo en el aire de una mañana sin nubes.
Por Rodolfo Ortega Montero