Esa noche un olor de rebaño llenaba la sala atestada de gente en la casa de Pascualita Arias, asentada en una loma.
A esa aldea serrana, atenazada entre barrancos, llegó Eusebio Zequeira y dos acordeoneros más para atender la invitación que habían recibido de Agustín Montero y Abraham Maestre a una porfía musical de puyas y merengues. Era fama la derrota que estos dos atanqueros le habían propinado a Francisco el Hombre, meses antes. Los taburetes del vecindario estaban allí para comodidad de los asistentes. Unas lámparas de mecha daban una luz agónica a la estancia en cuyos rincones había barricas de aguardiente artesanal para que cada persona se sirviera a su albedrío. Afuera caía una garúa lánguida; los colores de las cosas se arropaban de un gris ceniza y las siluetas de los cerros más lejanos eran estampas dibujadas con humo. Afuera el viento de cordillera mantenía su imperio de frío rasante.
Agustín Montero había ejecutado su acordeón sin ocultar su disgusto porque Pedro Batata, su cajero, no aparecía. Un recado urgido envió al cercado de Malavita donde Batata vivía apersonado de una socola del mama para que éste le enseñara la invocación de los espíritus y los ritos de los maleficios. Medianoche sería cuando llegó Batata después de pasar entre rocas desoladas y páramos donde vuela el cóndor, confín de los dominios del mama milagroso. El afamado cajero que todos esperaban era de piel africana, ojos vivos y móviles como simio temeroso y una chivera encanecida que le daba la apariencia de un rey Baltazar de los pesebres.
Ahora tocaría Abraham Maestre. Cerró los ojos repasando sus dedos en la hilera de botones del acordeón para concentrarse en el tono. Batata desanudó la punta de un pañuelo, sacó un centavo y le hizo un signo con el dedo pulgar. De súbito el acordeonero inició la puya llamada ‘La culebra Cascabel’, y Batata comenzó a dar a la caja, con las palmas de su mano, una sucesión de sonidos profundos y secos como una galopera de caballos espantados.
Los oídos de todos sorbían cada combinación de tonos salidos del acordeón, de la guacharaca restregada con una costilla de vaca y el tán tán de la caja que alteraba la pulsación de los presentes. Abraham mantenía una digitación que emitía un caudal de armonía como música convulsionada. De pronto Batata paró en seco el batir de su caja y alzando la voz para que lo oyeran, dijo:
– Siga tocando señor Maestre, no interrumpa. Tengo que hacer una necesidad.
Dicho esto, se quitó el sombrero de paja poniéndolo sobre la caja y entonces las alas de aquél siguieron con retumbos a la melodía que salía del acordeón, mientras él, Pedro Batata, en la culata de la casa, desocupaba la llenura de su vejiga con los ojos cubiertos de lágrimas por el esfuerzo de la retención.
Los forasteros espantados salieron sin despedirse y emprendieron camino a pie sin esperar razón de lo que vieron, buscando el camino del viejo Valledupar. Después cuando pasaron las aguas del rio Chicuinya no sintieron el corrientazo helado que subió por sus piernas. Pronto un dolor les atenazó la garganta y las voces se fueron muriendo sin llegar a los labios.
Cuando los rosales abrieron su beso de sangre, el único médico de allí se ocupaba de aquellos hombres que habían llegado a su consultorio con alteraciones desconocidas, pues uno hacía graznidos de patico barraquete, otro un ruido vocinglero de cotorra y el restante gorgoritos de turpial.
El galeno recetó ampolletas de guayacolato y cucharadas de infundia de gallina, recomendando un exorcismo para que unas gotas de agua bendecida desvanecieran el terror congelado en los ojos de esos rebuscones de retos en parrandas provincianas.
Desde entonces quedó clara la sapiencia del mama Ceferino Malavita, quien poseía una parte de la vieja sabiduría porque en todos los tiempos había estado dispuesto que más allá del orden natural de las cosas de este mundo, existían los misterios que dejaron los antiguos más antiguos para dominar el rumbo de los huracanes, la intensidad de la lluvia, la furia de los incendios, la ciencia de los males y el destino de los hombres.
Por Rodolfo Ortega Montero